En últimos días, sitios e informativos dan cuenta de los asaltos y ataques a templos católicos de distintas partes del país. La indignación es evidente. Ningún sitio parece seguro ante poderes que pretenden la sumisión de todo. Lo mismo puede ser en el hogar, el empleo o los lugares de reunión cuando, particularmente en zonas donde el control del crimen es de lo más salvaje, familias enteras dejan sus casas, desplazados en una crisis humanitaria sin precedentes, la provocada por mano de criminales ante la ausencia del poder y de gobierno de estados fallidos, pero llama la atención lo que sucede en templos católicos. Desde robos vulgares para vaciar alcancías y robar artefactos litúrgicos o arte sacro hasta profanaciones sancionadas con la excomunión, es evidencia de la grave descomposición social de nuestro tiempo.
El templo cristiano es lugar de las personas, de la asamblea no entendida en el sentido político, sino de “estar juntos”, en torno a una mesa, unidos por la fe para expresarla y profundizarla en el misterio donde Dios convoca, llama a los bautizados para orar.
Las implicaciones tienen consecuencias que son fáciles de comprender. El templo es un lugar distinto, diferente, apartado, fuera de lo común, donde se celebra el misterio pascual. Para el cristiano representa su historia, esencia de vida sobrenatural. En pocas palabras, ahí sucede algo totalmente distinto.
La agresión al pequeño templo de Santa Anita en Guachochi fue la infortunada oportunidad para que el párroco, padre Enrique Urzúa Romero, hiciera el reclamo por la balacera que dejó el local como coladera y, peor aún, profanado por la decapitación de un sujeto. En el Jueves de Corpus escribió: “Al balacear de manera directa el templo de una comunidad, han lastimado lo más sagrado de un pueblo que es profundamente religioso, se ha profanado el lugar comunitario del encuentro, el lugar donde una comunidad vive su historia, su profundidad de vida”, lamentó el sacerdote.
Desde 2017, el Centro Católico Multimedial -CCM- ha seguido el historial de agresiones y profanaciones a templos católicos. Cuando fue publicado el libro “Tragedia y Crisol del Sacerdocio en México”, coordinado por el paulino Omar Sotelo, se advertía que este infausto fenómeno alcanzaba niveles preocupantes “en un clima de incertidumbre que alcanza gran porcentaje de los recintos sagrados del país”. Según el CCM, 26 templos, desde pequeñas capillas hasta grandes parroquias, son blanco de alguna acción criminal o directamente contra el patrimonio de la fe. Aunque la cifra necesita ser actualizada, en México las 19 provincias eclesiásticas de la Iglesia católica albergan poco más de once mil recintos religiosos. Un doce por ciento ha sido blanco del crimen.
Ahora, por estos tiempos de recurrentes crisis, los templos católicos no sólo son lugares celebrativos y cultuales. También se han abierto para ser espacios de solidaridad y esperanza. Lo mismo son adaptados para proteger y animar a los migrantes como son pueden ser refugio de los desplazados en medio de la tremenda inseguridad como ha sucedido en las últimas horas en la martirizada tierra caliente de Michoacán, cuando la parroquia de El Rosario ya acoge a más de 200 familias obligadas a buscar refugio debido a la violencia.
Recuperar nuestra conciencia sobre la sacralidad del templo es ineludible. Y replantear la relación con nuestros espacios de culto debe ser signo del aprecio por la sacralidad que se pierde al diluir los valores. En esto, la dignidad del templo debe cobrar un significado nuevo. En este país, cierta calidad de templos y parroquias están bajo protección de la Federación, pero independientemente de su status temporal, en el ámbito de la fe su respeto y cuidado se exige no para ser usado para degradantes espectáculos ni para que queden en el abandono. Quizá sean de los últimos espacios en los que se puede hallar la genuina solidaridad cristiana para estabilizar un ambiente en decadencia y en donde se construya la paz de forma artesanal como dicen los obispos de México.
Al reformador luterano Felipe Melanchton (1497-1560) se le atribuye la obra Loci communes rerum theologicarum -Los Lugares comunes de las cosas teológicas- , disertando sobre los “lugares” del conocimiento teológico. A diferencia de los lugares paganos y desacralizados, en el templo cristiano hay una oportunidad que no existe en ningún otro espacio. Melanchton lo describía en su obra cuando escribió que esos “lugares teológicos” permitían comprender la generosidad de Dios. Eso necesitamos ante esta salvaje y bárbara realidad.