Joseph Pearce considera a Gerard Manley Hopkins (1844-1889) «el mayor poeta en una época de grandes poetas». Fue una de las numerosas personalidades anglicanas que se convirtieron siguiendo la estela del cardenal John Henry Newman, quien le recibió en la Iglesia en 1866. Y la lectura de sus poemas también ha influido en la llegada al catolicismo de jóvenes de nuestro tiempo.
Un artículo de Christoper Akers en The Catholic Thing da cuenta de las razones de Manley Hopkins y de las dificultades que encontró tras su decisión de fe, que tuvieron reflejo en su poesía, profundamente católica:
El eunuco del tiempo
Este converso católico, sacerdote jesuita y poeta de gran hondura murió de fiebre tifoidea con solo 44 años, tras un largo periodo de exceso de trabajo y depresión en Irlanda.
De complexión delgada, melancólico y con una constitución nerviosa, Hopkins tuvo una vida corta pero extraordinaria. Las imágenes que tenemos de él muestran a un hombre que miraba la vida desde fuera; sereno y nervioso a la vez, distante pero atormentado. Junto a su poesía, las cartas, los diarios y los sermones nos ofrecen una visión detallada de su personalidad y su proceso creativo.
La poesía de Hopkins es radicalmente original e idiosincrática. Utilizó la rima sprung [que imitaba el ritmo del habla natural], común en los primeros poetas ingleses como William Langland, como podemos leer en este fragmento de La grandeza de Dios:
El mundo está cargado de la grandeza de Dios.
Flamea de pronto, como relumbre de oropel sacudido;
se congrega en magnitud, como el cieno de aceite
aplastado. ¿Por qué pues los hombres no calculan su vara?
Su obra ha influido en varios movimientos poéticos modernos. Sin embargo, aunque escribió toda su obra antes de finalizar el siglo XIX, hasta que su amigo de la universidad Robert Bridges no editó una primera edición de su poesía en 1918, Hopkins era prácticamente un desconocido.
Su mejor poesía es profundamente católica. Transmite el profundo anhelo del alma por Dios, así como los altibajos de sus sentimientos y experiencias religiosas. Belleza abigarrada y La grandeza de Dios figuran entre sus obras más conocidas. El naufragio del Deutschland es una hazaña en sí misma: es un largo y extenso poema sobre el naufragio y el ahogamiento de las monjas franciscanas que huían del Kulturkampf anticatólico de Bismarck.
Hopkins empezó a acercarse al catolicismo en Oxford. Como estudiante de letras clásicas en el Balliol College, entró en un universo que se tambaleaba por el impacto de los Tractarianos. John Henry Newman había cruzado el Tíber en 1845, y su presencia aún parecía rondar las calles y callejuelas.
Aunque se movía en los círculos de la High Church, los diarios de Hopkins ya revelan ayunos y penitencias. Un compañero crucial de Oxford fue el aristócrata Digby Dolben, cuya muerte por ahogamiento a los 19 años tuvo un profundo impacto en la vida de Hopkins.
Poco a poco, Hopkins se fue convenciendo de que toda la verdad cristiana está contenida en «la presencia real en el Santísimo Sacramento del Altar. Si no es así, la religión es sombría, peligrosa e ilógica». Este es el centro de su conversión. Llegó a ser imposible para él permanecer dentro de la Iglesia anglicana.
Hopkins sabía que la conversión significaba el aislamiento y el alejamiento de su familia y amigos. El ambiente en Oxford seguía siendo de profunda desconfianza y enemistad hacia los católicos. Hasta 1854 se exigió a los estudiantes los Treinta y Nueve Artículos [afirmaciones definitorias históricas de las doctrinas de la Iglesia de Inglaterra] y los funcionarios del colegio llevaban un registro de los estudiantes que asistían a misa en la ciudad. La actitud de la sociedad en general era aún peor, pues se seguía considerando que los católicos estaban aliados con un «príncipe extranjero», y la conversión tenía consecuencias políticas y sociales.
El cambio en sus creencias, en particular sobre el Sacramento, no podían ser ignoradas: «No hay nada más que la verdad que pueda guiarte. Cristo es la verdad». En la Biblioteca Bodleian existe una carta que le enviaron sus padres justo antes de su conversión, en la que su madre exclama: «Oh, Gerard, mi querido muchacho, ¿te has alejado de mí?». En 1866, Newman recibió a Hopkins en la Iglesia en el Oratorio de Birmingham.
Gerard Manley Hopkins, a la derecha de la foto, junto a dos amigos suyos, Alfred William Garrett y William Alexander Comyn Macfarlane, en un fotografía de Thomas C. Bayfield tomada en 1866, el año del ingreso de Hopkins en la Iglesia católica. Imagen: National Portrait Gallery.
A partir de ese momento pareció estar destinado a entrar en los jesuitas. La personalidad de Hopkins exigía extremos, y convertirse significaba no tener moderación. Sabía que la vida como jesuita sería dura para él físicamente. También era plenamente consciente del impacto que la decisión tendría en su familia y amigos, dado que los prejuicios contra los jesuitas aún estaban muy extendidos en la sociedad inglesa.
El constante conflicto que Hopkins sentía entre su fe y su arte llegó a su punto álgido cuando entró en el noviciado. Decidió «renunciar a toda belleza hasta tener Su permiso para ello» y quemó sus poemas; no volvió a escribir versos durante siete años. Si no hubiera enviado a Bridges parte de su material, su obra anterior a su entrada en los jesuitas se habría perdido para siempre.
Los problemas físicos y de desequilibrio que Hopkins sufrió a lo largo de su vida fueron fundamentales para su persona. Las cartas escritas durante sus prolongados periodos de depresión transmiten impotencia y, en algunos casos, incluso atisbos de locura.
Los Sonetos de la desolación fueron escritos en medio de una crisis nerviosa en Dublín, donde se sentía a la deriva y aislado: «Parecer el forastero es mi destino, mi vida». Los poemas son viscerales y casi escandalosamente oscuros. Incluso llegó a hablarle a Bridges de suicidio; y en un famoso verso se describe a sí mismo como «el eunuco del tiempo«.
A pesar de todo esto, creó hermosas respuestas a la oscuridad -y a la perplejidad sobre el mundo- a la que nos enfrentamos casi todos en algún momento de nuestra vida:
Tú en verdad eres justo, Señor, si lucho
contigo; pero, Señor, también mi demanda es justa.
¿Por qué prospera la senda del impío? ¿Y por qué
ha de acabar en desencanto todo cuanto yo emprendo?
Si fueses mi enemigo, oh amigo mío,
¿cómo podrías, me pregunto, vencerme, defraudarme
más de lo que haces ahora? Oh, los borrachines y los esclavos de la lujuria
medran más en sus horas libres que yo, que dedico,
Señor, la vida a tu causa. ¡Mira las laderas y los matorrales
de denso follaje! Nuevamente los jalona
el perifollo ondulado; mira, un viento fresco los mueve;
las aves construyen… mas yo no construyo, no, sino que forcejeo,
eunuco del tiempo, sin engendrar ni una obra que abra los ojos.
A mis raíces, oh tú, Señor de la vida, envía la lluvia.
La fe lo acompañó hasta el final.
Hopkins lo arriesgó todo para entrar en la Iglesia, y sufrió mucho por ello. Antes de morir repetía: «¡Soy tan feliz, soy tan feliz!» Esto debería hacernos reflexionar. Verdaderamente, «el Espíritu Santo sobre el corvado / mundo cavila con cálido pecho y con ¡ah! alas brillantes» [de La grandeza de Dios].
Un popular poema de Hopkins, musicado, sobre el tiempo, el duelo y la intuición del más allá:
The Catholic Thing .
Traducción de Elena Faccia Serrano.