Las lecturas de este domingo marcan el camino de la vocación, del llamado que Dios hace al ser humano para vivir su vida en plenitud. Dejemos que Dios entre a nuestra vida y respondamos con un si sostenido. A Dios debemos decirle SI.
La llamada: «Sígueme».
Dios es quien llama, él toma la iniciativa y se hace responsable del llamado. Llama a los que Él quiere, cuando quiere y para la misión que quiere. Dios cuida la vocación, la protege y pone los medios para realizarla. Nadie le impone a Dios su decisión de llamar a alguien, Él tiene el derecho y la libertad de escoger, su único criterio es el amor por el ser humano. En este texto del Evangelio escoge a Mateo, un publicano, pecador y cobrador de impuestos, pero jefe y amigo de muchos. Al llamarlo, le quita un trabajador al imperio romano; Mateo se queda sin trabajo pero Jesús le ofrece una visión más amplia del servicio al compartirle su proyecto por el Reino de los Cielos. Dios llama a Abraham, a Moisés, a David, a Pedro y los demás apóstoles, su llamada es una invitación a vivir una vida en plenitud estando en comunión con Él. Dios nos llama a la vida, al amor, al trabajo, a la santidad.
La respuesta: «Él se levantó y lo siguió»
La respuesta es un acto de fe, un acto de confianza fundamentado en el amor. Mateo deja su puesto de trabajo, deja un trabajo que le genera una vida cómoda y buena, para seguir el proyecto de Jesús, que hasta cierto punto es incierto e inseguro. Mateo ha quedado embelesado por el plan de Cristo, el proyecto del Reino de los Cielos y la vida eterna. Mateo se levanta, lo que quiere decir, abandona la seguridad de su puesto, se pone en condición de igualdad y se dispone a caminar. Mateo sigue a Jesús, lo que significa que toma su proyecto de salvación, el camino de la cruz, de renuncias y sacrificios. Seguir a Cristo es el camino del Discipulado, es el camino de la sinodalidad, es querer configurarse con el Maestro, tanto en sus pensamientos como en sus actitudes y obras. Seguir a Cristo no es fácil, pero es el único Camino que nos lleva al Padre.
La exigencia: «Yo quiero misericordia y no sacrificios»
El discípulo tiene un camino por delante, el camino de la misericordia, del amor, la justicia y la paz. Dios no quiere la actitud de los fariseos: de indiferencia, de envidia, coraje y corrupción. La misericordia es el amor compasivo de Dios por el ser humano, quien entrega a su Hijo para salvar al mundo (cf. Jn 3,16-17). Jesús nos pide ser misericordiosos, como su Padre celestial (cf. Lc 6,36), y las obras que nos propone son: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, asistir al enfermo, visitar al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Dejemos a un lado los sacrificios vacíos y tomemos la actitud de las buenas obras. Ser misericordiosos es ver al otro como igual, como persona, como un hermano. Ofrezcamos a Dios el culto de nuestra vida.