Saberes y sabores: el Espíritu Santo

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El espíritu de Dios no puede separarse del Padre y del Hijo, se revela con ellos en
Jesucristo, pero tiene su manera propia de hacerlo, al igual que su propia
personalidad. El Hijo, en su humanidad idéntica a la nuestra, menos en el pecado,
nos revela a la vez quien es Él y quién es el Padre, al que no cesa de contemplar
ni de obedecer en su voluntad, porque es su alimento. Nos es posible descifrar,
desentrañar los rasgos del Hijo y del Padre, pero el Espíritu Santo no tiene u
rostro, ni siquiera un nombre capaz de evocar una figura humana; él es una
persona de la Santísima Trinidad, el verdadero amor manifestados en Ella. Por
eso, en el Salmo 104, el salmista, al estar consciente, dice: “si envías tu espíritu,
son creados y así renuevas la faz de la tierra”. Esto significa que el Espíritu Santo
es la fuerza creadora de todas las cosas, es la fuerza divina, el amor que renueva
la faz, el plano de tierra, la superficie y la profundidad de las aguas, abarcando los
seres visibles e invisibles, humanos, animales, plantas y otros de la atmósfera. La
acción de renovar consiste en que todo aquello adquiera un aspecto novedoso,
regresar algo a su estado primigenio; reestablecer una cosa vieja por otra nueva.

El Espíritu Santo vivifica los corazones con su amor, alienta a una persona
débil o desanimada; el Espíritu aviva o reaviva a las personas, anima con su
gracia divina para seguir adelante, dando una vida nueva. Se reconoce su paso
por signos, con frecuencia esplendorosos, pero no se puede saber de dónde viene
ni a dónde va, Él nunca actúa, sino que se manifiesta a través de otras personas,
tomando posesión de ellas y transformándolas. También provoca que alguien
cambie su forma de ser, que sea distinto respetando totalmente su persona y sus
características esenciales; es cierto que produce manifestaciones extraordinarias,
pero su acción parte del interior y desde el interior se le conoce.

El Espíritu Santo de Dios se ha revelado en una persona, en Cristo nuestro
Señor, como una fuerza divina que transforma personalidades humanas para volverlas capaces de gestos excepcionales. Estos gestos o rasgos moldean el
corazón para hacerlo servidor y asociado de Dios Padre adherido a Él, ¡un hombre
santo!, de ahí que el Espíritu Santo es santificador de esta acción. Todo el pueblo
está llamado a recibir al Espíritu Santo que, en lo oculto, incluso en el silencio, por
su efusión va, poco a poco, cambiando a la persona humana, siendo dotada de
una nueva personalidad que los vuelve capaces de representar un papel y de
realizar una misión. Los jueces fueron únicamente libertadores temporales en el
Antiguo Testamento; el Espíritu los abandona en ocasiones, una vez que han
cumplido su misión y, por ende, tienen como sucesores a los reyes encargados de
una función permanente.

La unción que consagra a los reyes manifiesta la huella indeleble del
Espíritu Santo y los reviste de majestuosidad, pero este rito no basta para
convertir a los reyes en servidores fieles de Dios capaces de garantizar la justicia y
la paz de su pueblo, así como con nosotros no ha bastado tampoco el bautismo o
la confirmación para asegurar nuestra santificación. Hace falta una acción más
permanente del Espíritu Santo, por ejemplo, Jesucristo, pues en Él no solo
descendió el Espíritu, sino que reposó sobre éste. “Los cielos se abrieron y vio al
Espíritu Santo que bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Éste es mi Hijo
amado; éste es mi elegido” (Mteo. 3:16-17).

El Espíritu Santo no se limita a suscitar una nueva personalidad al servicio
de su acción, sino que da acceso al sentido y al secreto de ésta como en el caso
de los profetas. El Espíritu ya no es únicamente inteligencia y fuerza; es
conocimiento, amor de Dios y de sus caminos. El Espíritu Santo abre a los
profetas su palabra hasta revelarles la gloria divina y les hace mantenerse en pie
para hablar sin miedo al pueblo.

“Derramaré mi Espíritu sobre cualesquiera que sean los mortales”; este
texto es del profeta Joel (3:1). Antes de que viniera Jesús, el Espíritu Santo solo
había sido dado a los profetas, pero ahora todo el pueblo de Dios tiene la gracia
de recibirlo. Hace a los profetas actuales por el bautismo, así como a nosotros,
capaces de anunciar la Buena Nueva que es Cristo nuestro Señor, que Dios Padre lo resucitó por medio del Espíritu Santo. (Fragmento, Libro RUAH, autor Ruan
Ángel Badillo lagos)

RUÁN ANGEL BADILLO LAGOS.

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