Saberes y sabores: Confesión y Orden, contra los vicios

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Primero. Recogerte dentro de ti, buscar y detectar. Hazte acompañar por la luz de Cristo.

Segundo. Examinar con cuidado cuáles son ordinariamente tus deseos y aficiones.

Tercero. Reconocer cuál es la pasión que reina en ti.

Cuarto. Declarar la guerra a aquella pasión de forma permanente.

 

Escúchame, Señor y respóndeme, pues soy pobre y desamparado. Clamo a ti cual criatura a su creador. Tú eres mi Dios, piedad de mí, regocijo de mi alma al venir al mundo. Marcado estoy con el pecado original. Un gemido de auxilio y socorro grita en llanto, por primera vez, en el umbral del día dos de agosto del año en curso. Me imagino la expresión de mis padres al ver a esta hermosa criatura de indefenso y frágil cuerpecillo que, entre sonrisas y melancolía, cargaban.

 

Piedad de mí, ¡oh, ¡Dios, piedad de mí!, pues en tus manos me refugio y a las sombras de tus alas me cobijo hasta que pueda valerme un poco de ti, Señor, Dios y creador mío. Misericordia, Señor, misericordia; mi alma se complacerá en recibir las aguas bautismales que borrarán la herencia de mis padres Adán y Eva y, llegado el día, al ser lavado con el agua de tu costado, quede más blanco que la nieve; el resplandor viene de ti, Señor y Dios nuestro, tuyo es el poder y la Gloria por toda la eternidad.

 

Sumergido empecé a vivir, brillando cual luz viene de ti, tú eres mi luz, mi salvación, la defensa de mi vida; si mis padres me abandonan, tú, Señor mío, me recogerás. Cuando mis padres por negligencia me abandonaron me recogiste. ¿Puede acaso una madre abandonar al hijo de sus entrañas? Aunque así fuere, yo nunca te abandonaré, pues así lo hiciste conmigo.

 

Tal vez quedé al descubierto, pero tus brazos me recogieron cual ave recoge y abriga a sus polluelos. Piedad de mí, Señor, piedad de mí. He pecado al desobedecer a mis padres en mi niñez, haciendo travesuras, pero buscando, creando siempre.

 

Recuerdo una tarde, cuando discutíamos los hermanos por unas cuantas canicas de diferentes colores, mi hermano quería todas del mismo color y yo las prefería todas de diferente tonalidad y matiz; esa fue nuestra discusión. Mi madre abuela, nos dijo repetidas veces: “¡hey!, cálmense, pónganse de acuerdo y no discutan”, pero con un corazón obstinado le dije: “¡No!, las quiero todas de diferente color”. En ese momento escuché lo siguiente: “a Dios no le gustan los niños que pelean”. Al voltear mi rostro, en ese preciso momento, hacia una habitación de la casa, a la cual llamábamos “el estudio”, mis ojos vieron, sorprendidos, una cruz de luz que parpadeaba intensamente. Corrí a los brazos de mi madre abuela llorando, diciéndole “perdóname, perdóname, Ma”. No cesaba de llorar por esa experiencia que, siendo un infante, Dios me había regalado. Cuando le conté a mi madre lo que había visto a lo lejos en aquella habitación, ella me empezó a hablar de la pasión de nuestro Señor Jesucristo y de cómo padeció por nosotros, azotado y humillado, hasta la muerte en la cruz. Desde ese momento la cruz de Cristo ha acompañado toda mi vida. Siempre la he abrazado y guardado en lo más profundo de mi ser.

 

Corazón t e r c o, obstinado y de cabeza dura no entrará al reino de los cielos. Abre, Señor, las puertas de mi alma y de mi corazón para que así puedan entrar quienes lo deseen cuando así fuere y cuando la caridad lo reclame. Tú eres, Señor, bueno e indulgente con quienes te invocan; estás lleno de amor. A ti clamo el día de mi desprecio. Nadie hay como tú, Señor, porque eres grande y haces maravillas. Borra mi culpa para que mi alma quede limpia de maldad, de todas aquellas veces que, de joven, pude haberte ofendido en la castidad, lujuria y malas inclinaciones. Haz huir de mí la iniquidad de la juventud. Recibe, Señor, tal cual sacrificio, esta humilde confesión, la cual recito por medio de mi lengua ante tu presencia para que ella, mi lengua, te alabe todos los días de mi pobre y flaca vida. No hay quien pueda esconderme de tu santa mirada. Guárdame, tal como a la niña de tus ojos, de caer al fondo del orgullo y de la soberbia, pues mi falta tú la conoces. Contra ti, contra ti he pecado. Oh, Jesús mío, yo me arrepiento de haberte ofendido porque eres infinitamente bueno. Padeciste y moriste por mí clavado en la cruz. Te amo con todo mi corazón y prometo con tu gracia no volver a pecar. (Fragmento: Experiencia de un alma autor- Ruan)

RUAN ÁNGEL BADILLO LAGOS.

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