Enredados en el recurso demagógico de diálogos y parlamentos, la inminente reforma constitucional al Poder Judicial de la Federación parece irreversible suscitando más preocupaciones que soluciones efectivas para nuestro sistema de justicia.
Es clara la cargada del actual gobierno contra el único Poder que le ha hecho contrapeso: la venganza y revancha presidenciales. Someter a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, jueces y magistrados a la aparente normalidad democrática que, en el fondo, es la retórica demagógica y autoritaria para que el pueblo, “sabio y bueno”, vaya a las urnas para escoger a los jueces más dignos del cargo.
Aunque la próxima presidenta de México ha dicho que a todos se deberá escuchar para llegar a una discusión basada en el supuesto sistema de parlamento abierto a todas las ideas, López Obrador la ha emprendido en una obstinación casi enfermiza por disolver al actual Poder Judicial en un golpe de terciopelo avalado de cierta normalidad democrática. Cualquier opinión que se oponga a esa reforma, inmediatamente es catalogada de opositora y calificada, como siempre, de “conservadora”.
Resulta ilustrativo el desdén del presidente, por ejemplo, al “Análisis técnico de las 20 iniciativas de reformas constitucionales y legales presentadas por el presidente de la República (febrero 5, 2024)”, del Instituto de Investigaciones Jurídicas -IIJ- de la UNAM del cual, incluso, las autoridades de la Máxima Casa de estudios se deslindaron inmediatamente para no suscitar la ira presidencial que se vería traducida en una potencial disminución de presupuesto.
En ese documento, de casi 600 páginas que reúne análisis de especialistas, el “Plan C Judicial” busca imponer una limpia completa del actual sistema. Reconociendo que la reforma de 1994 tiene importantes problemas, advierte que la iniciativa presidencial de López Obrador “no busca incrementar la competencia y la independencia de quienes integran el más alto tribunal del país. Sus objetivos son otros: purgar primero y luego capturar a la Suprema Corte, así como al resto de los órganos judiciales del país” bajo un “modelo por demás cerrado y restrictivo para la postulación de las candidaturas para la Suprema Corte y demás cargos electivos del Poder Judicial Federal”.
De consumarse la reforma, ahora sin oposición alguna ante la aplanadora del oficialismo, “el obradorismo podría controlar a prácticamente a todos los poderes judiciales del país”, señala una de las opiniones del análisis y, con ello, la temida intervención de crimen organizado en un pacto que no es desconocido bajo el lema que ya Sheinbaum ha adoptado como legado de su antecesor: “Abrazos, no balazos”.
En el Proyecto Global de Pastoral (PGP) 2031-2033, los obispos de México señalan que “ningún Estado puede sobrevivir donde no se castigan los delitos, donde se han corrompido las instituciones de justicia y no existen los medios para procurar la aplicación de la ley para quien ha cometido algún delito. Aunque se tenga un marco legal ejemplar, si no se cumplen las leyes de nada sirven. Esta realidad ha llevado a la crisis de las instituciones de gobierno…” (No. 60).
Efectivamente, lejos de ser ejemplar, la reforma al Poder Judicial implica una respuesta más profunda a una pregunta que parece eufemística. ¿Qué Poder Judicial queremos? Es evidente. Un Poder judicial independente, garante de los derechos humanos, defensor de la Constitución. Un Poder que sea el último contrapeso al poder desmedido del obradorismo en el país.