¿Qué piensa Francisco de la pandemia de coronavirus?

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Que las referencias a la pandemia de coronavirus hayan sido frecuentes en los mensajes papales es apenas noticia, porque han dominado igualmente el discurso público y la vida diaria del planeta desde que se iniciara hará pronto un año. Sin embargo, algunas de sus actitudes frente a la enfermedad han resultado, digamos, peculiares.

En un pontífice católico no hubiera resultado excepcional, como hiciera Gregorio Magno con la peste de su tiempo en Roma, haber establecido alguna relación entre la enfermedad y los pecados de nuestro tiempo. Tampoco hubiera sido raro, especialmente en nuestra era, desechar tal asociación que pudiera insinuar un castigo colectivo de la Providencia por la iniquidad del siglo. Lo llamativo es que Su Santidad ha recurrido a una tercera opción: ciertamente la peste es un castigo por nuestra iniquidad, pero de Dios, sino de la Madre Tierra.

En su día ya comentamos nuestra extrañeza ante semejante tesis, dado que la humanidad ha sido azotada por pestes incomparablemente más asoladoras cuando ni con la conciencia ecológica más puntillosa hubiera podido acusarse al género humano de estar atentando significativamente contra el orden natural. Se trata, por tanto, de una explicación bastante forzada -que comparte, de modo aún más explícito, su amigo y teólogo disidente Leonardo Boff- que, por lo demás, atribuye al planeta algún modo de autoconsciencia más cercano al panteísmo o el paganismo que a nuestra fe. De hecho, Su Santidad habló en unas declaraciones de “pataleta” de la Tierra.

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También es común en sus referencias hablar de la desolación posterior a la pandemia como si ésta hubiera sido la única responsable, como si se tratase de una peste bíblica que estuviese diezmando el planeta cuando, vista en perspectiva, ni siquiera figuraría en el Top 10 de las que nos han visitado en la memoria de los hombres, ignorando por completo la responsabilidad que haya podido tener en la trastocación de nuestras sociedades la reacción de los gobiernos mundiales y, muy especialmente, los organismos supranacionales.

De hecho, el Santo Padre se ha abonado a la tesis antiintuitiva de que la pandemia, siendo un problema global, exige o aconseja una autoridad global que lo combata. Es decir, es la prueba de que las fronteras deben desaparecer y el ‘populismo soberanista’ queda refutado. Naturalmente, una peste que convierte cada pared de cada casa en una muralla en caso de confinamiento y que aísla a comunidades enteras para luchar contra ellas no parece, así de pronto, el mejor argumento contra las fronteras, y a cualquiera se le ocurre que una epidemia se extiende más deprisa en un mundo globalizado que en otro con estrictos medios de ingreso en las naciones.

También nos choca por lo peculiar su insistencia en torno a la vacuna, la última, en el mensaje navideño Urbi et Orbi. Su primer deseo, el primero, ha sido vacunas para todos. Así lo contaba, diciendo que “aparecen varias luces de esperanza, como los descubrimientos de vacunas”. “Pero – ha asegurado – para que estas luces iluminen y traigan esperanza a todo el mundo, deben estar disponibles para todos”. “No podemos dejar que los nacionalismos cerrados nos impidan vivir como la verdadera familia humana que somos. Tampoco podemos dejar que el virus del individualismo radical nos supere y nos haga indiferentes al sufrimiento de otros hermanos y hermanas. No puedo ponerme por delante de los demás, poniendo las leyes del mercado y las patentes de invención por encima de las leyes del amor y la salud de la humanidad”. Es por ello que ha pedido a líderes estatales, empresas e organismos internacionales “que promuevan la cooperación y no la competencia, y que busquen una solución para todos: vacunas para todos, especialmente para los más vulnerables y necesitados en todas las regiones del Planeta”.

Ahora, la denuncia de los ricos y poderosos que atesoran para sí las cosas buenas y aún necesarias, dejando sin ellas a los pobres de este mundo es un mensaje que siempre ha tenido un gran éxito, una retórica que siempre funciona porque, además, es real. Pero en este caso no tiene demasiado sentido. Los gobiernos han comprado ya, antes incluso de que se conozcan sus efectos secundarios a largo plazo, millones de dosis de las vacunas disponibles, desarrolladas con una precipitación sin precedentes, y su preocupación no es precisamente que no lleguen las dosis a los más necesitados, a esos ‘descartados’ citados por Su Santidad con tanta frecuencia, sino más bien al contrario: que demasiada gente se niegue a vacunarse.

La inmunización social no es como otros bienes, que pueden ser acaparados por unos cuantos sin más. Para que funcione como bien social es necesario que la vacunación se generalice y así quede inmunizada la sociedad entera. Y ahí entran pobres y ricos, poderosos y desposeídos. Es decir, el Papa se alarma de un riesgo que es casi el perfecto contrario del riesgo real, el que preocupa a nuestros gobernantes.

Por último, este centrarse del Papa en una enfermedad que afortunadamente tiene una bajísima tasa de letalidad le ha llevado este año a hacerle a los indigentes de Roma el más extraño de los regalos navideños: 4.000 pruebas de diagnóstico.

No podría jurarlo, pero apostaría a que cualquier tipo que viva en la calle o en la miseria hubiera preferido cualquier otra cosa del mismo o inferior valor. ¿Para qué le sirve a un indigente una prueba de Covid? Dé positivo o negativo, su vida no va a cambiar en absoluto, ni va a poder ignorar toques de queda o necesidad de distancia social u obligatoriedad de llevar sofocantes mascarillas.

Con Información de InfoVaticana/Carlos Esteban

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