Hoy en el Evangelio se nos pone este tema muy actual, el “divorcio”. Jesús en medio de una multitud es interrogado por los fariseos: “¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?”. Los fariseos quieren llevar a Jesús un tema de discusión y le hacen esa pregunta-trampa; lo quieren someter a la interpretación de la ley, olvidando el proyecto de Dios. Recordemos que, en tiempos de Jesús, se vivía un patriarcado, esto quiere decir, que se le daba más importancia al varón sobre la mujer; diríamos nosotros una cultura machista en extremo. Era tanto el dominio del hombre, que podía repudiar a la mujer por cualquier motivo y ese repudio la estigmatizaba para no volverse a casar; mientras que el varón podía tener las esposas que pudiera mantener.
La pregunta tiene sentido ya que entre los conocedores de la “Torá”, seguían discutiendo y no se ponían de acuerdo sobre los motivos que podían justificar la decisión del esposo para divorciarse. Por tanto, los seguidores de Shammai decían que sólo se podía repudiar a una mujer en caso de adulterio. Los seguidores de Hillel decían que bastaba para repudiarla, que la mujer hiciera cualquier cosa desagradable a los ojos de su marido (quemar la comida, no atenderlo al gusto, etc.). Es de entender que, al preguntar a Jesús sobre la licitud del divorcio, desean unirlo a sus filas de interpretación y de comprensión de la ley.
Jesús aprovecha para enseñar a las multitudes e instruir a sus discípulos. De manera sabia no remite a Moisés, remite al proyecto original de Dios, cuando Adán mismo dice: “Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne”; reconoce a Eva como igual. No fue un matrimonio “patriarcal” al principio, del dominio del varón sobre la mujer; tampoco fue un matrimonio “matriarcal” donde la mujer domina al marido. No se trata de dominar uno al otro, Dios creo al hombre y a la mujer para que fueran una misma carne. Los dos están llamados a compartir su amor, su intimidad y su vida entera, con igual dignidad. De allí que surjan del Maestro aquellas palabras que tuvo que decirlas fuerte: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. Hombre y mujer contamos con la misma dignidad, ninguno es superior al otro; Jesús sigue insistiendo en esa fraternidad, igualdad, respeto, que debe existir entre todos sus seguidores, sin minusvalorar a nadie por su identidad sexual, ya sea femenina o masculina.
Como vemos, Jesús no cae en un legalismo, conduce a recordar el proyecto de Dios desde su principio. En el libro del Génesis se nos narra que Dios hizo la creación; colocó a Adán en el centro del jardín, lo hizo admirar la creación, los colores, el canto de las aves; le dio dominio sobre todo lo creado. Y a pesar de aquella expresión: “Y todo estaba bien”, se da cuenta que falta algo, como si hiciera una autocrítica: “No es bueno que el hombre esté solo”. Dios se preocupa de la soledad del hombre y aunque Adán no le haya pedido nada, Dios ve la carencia en su creación y crea a la mujer, como igual en dignidad. Dios creo un proyecto de amor, de unidad, de armonía para el hombre y la mujer.
Este proyecto inicial, queda infectado por una enfermedad que podemos llamar: dureza de corazón, es decir, una falta de voluntad para vivir las exigencias del proyecto de Dios. De ahí surge la incomprensión, se dan inicio las disputas y en lugar de buscar volver al proyecto de Dios, se busca el derecho a liberarse de un peso que se vuelve insoportable.
Cuando dos personas se empiezan a conocer, pareciera que juntan sus soledades, se comunican en todo momento; cada uno vislumbra un proyecto de unidad, de amor y ese amor los lleva a dejar padre y madre, a dejar comodidades. Podemos decir que existe un fuego capaz de vencer toda resistencia, el amor. Pero es un fuego que, si no se alimenta, viene a menos o puede extinguirse.
Hermanos, aunque en nuestros días nos encontramos con millones de matrimonios que teniendo como fundamento sólido el amor, lo defienden y lo guardan desde el perdón, la tolerancia, la acogida, la humildad y por supuesto, el resorte de la fe, aún así pareciera que el divorcio es algo muy común, se busca cualquier pretexto para separarse, aunque existan hijos de por medio. En nuestros días se habla: “hay que separarnos de manera civilizada”, “ya no estamos para aguantar”, “mejor es estar solo que mal acompañado”. Y después se busca la unión con otra persona, pensando que será el fin a todos los problemas. Es un signo que a la persona sólo se le tiene como ‘objeto de conveniencia’, dígase, para apoyarse desde lo material o desde lo sexual. Jesús advierte del “adulterio”, pero el adulterio en nuestros días ha perdido el sentido del pecado, pareciera que es algo normal. Vivimos en una sociedad donde la moral o la ética carecen de importancia.
Esposos, salvo el caso de que se trate de una situación de nulidad matrimonial, ya sea por la existencia de un impedimento canónico a la hora de casarse o porque existe alguna incapacidad para contraer matrimonio, de acuerdo al c. 1095, cuando surja alguna crisis, les invito para que nunca dejen el diálogo; el diálogo es el alimento diario del matrimonio; esclarezcan con sinceridad lo que siente y piensa cada uno; traten de comprender lo que se esconde detrás de ese malestar; luchen por descubrir lo que no funciona; dejen de lastimarse, más bien luchen por comprender a su pareja. Dialoguen como cuando eran novios; sigan compartiendo sus metas, sus ilusiones personales y formen sueños juntos, y sobre todo, juntos reflexionen la Palabra de Dios, oren, compartan y celebren su fe juntos. Pidan al Señor que bendiga su unión.
Es triste que algunas parejas no encuentran soluciones ante la inminente ruptura, quizá les cuesta ceder a la visión del otro y casi siempre se culpa a la pareja de los problemas. Como hijos de la Iglesia, recuerden que este vínculo matrimonial, verdaderamente es “hasta que la muerte los separe”, y no “hasta que las cosas vayan mal”. El consentimiento, la palabra dada, es irrevocable. Los dos se dan definitiva y totalmente el uno al otro, de modo que cualquier relación ulterior con otro hombre o con otra mujer que no sea el esposo o la esposa, incluso si existe el divorcio legal, constituye adulterio de acuerdo a la enseñanza del Señor, enseñanza que la Iglesia custodia.
Novios, novias que un día se casarán ante el altar de Dios, esposos, esposas, hagan suyo el proyecto de Dios sobre el matrimonio y así no se caerá en legalismos, serán felices. No caigan en el error de pensar que el amor conyugal es igual a contrato temporal con una persona. ¡Revaloremos todos la belleza del matrimonio y la familia!
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!