Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este quinto domingo de Cuaresma, a una semana del Domingo de Ramos.
Ahora vamos a vivir la Semana Mayor de una manera más simple y profunda a la vez. No podrá haber procesiones en ningún día de la Semana Santa, ni podremos recibir en los templos más allá del treinta por ciento del cupo total. Tampoco podremos celebrar la liturgia hasta altas horas de la noche, para que nadie llegue a casa después de la hora autorizada. Pero será la oportunidad en la que muchas familias puedan organizar una Semana Mayor muy original en su propio hogar. Les recomiendo a todos los que no podrán ingresar a su parroquia o capilla, que vayan haciendo un plan y preparando la celebración como iglesia doméstica, además de las celebraciones que puedan seguir en las redes sociales, en la televisión o en la radio con mucha devoción.
Seguramente muchos de ustedes, sobre todo muchos jóvenes estarán añorando las hermosísimas experiencias de las misiones de Semana Santa que han vivido en otros años, pero organicen la misión al interior de la familia o quizá con algunos pocos amigos. Pero no esperemos a la Semana Santa, sino que aprovechemos esta recta final de la Cuaresma para realizar las prácticas propias de este tiempo: ayuno, limosna y oración; sin olvidar una buena confesión, si no la han hecho ya; tal vez un buen viacrucis. Con buena intención, el Espíritu Santo les puede inspirar cosas bellas y muy provechosas.
Hasta lo dice hoy el profeta Jeremías en la primera lectura: “Se acerca el tiempo, dice el Señor, en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva” (Jer 31, 31). Claro que él anunciaba la alianza realizada en Cristo, y ya no hay otra nueva. Podemos celebrar nuestra Pascua, nuestra Alianza nueva y eterna, con la novedad de un corazón renovado.
Dice también Jeremías: “Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31, 33). Cómo duele cuando se rompe una alianza de amistad, más la de un noviazgo y mucho más la alianza matrimonial. Como seres humanos tenemos sed de una alianza de amor eterno, que nada ni nadie lo pueda romper. Esa sed de alianza eterna de amor, nos viene por haber sido creados a imagen y semejanza de Dios nuestro Creador.
Claro que hay amistades que perduran hasta la muerte y más allá; y que hay noviazgos que llegan felices al matrimonio y perseveran en él hasta que la muerte los separe; mas sólo Dios puede saciar esa sed ofreciéndonos una fidelidad eterna en el amor. Aunque nosotros fallemos mil veces, si mil veces nos arrepentimos con sinceridad, Él siempre nos volverá a abrazar. Por eso dice: “Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31, 33).
También promete el Señor: “todos me van a conocer” (Jer 31, 34). Si no conoces al Señor será porque no le has dado oportunidad de entrar en tu vida. Él te conoce mejor de lo que tú mismo te conoces y te da la oportunidad de que lo conozcas más y más, pero eso supone relación intensa en el amor. Si las personas que se aman dejan de convivir y dejan de comunicarse se van desconociendo mutuamente, por eso el diálogo diario y continuo en la vida matrimonial es de vital importancia. No presumamos de conocernos, porque si perdemos la comunicación, se pierde el conocimiento y se apaga el amor. La relación con Dios también hay que fortalecerla con la oración, la vida sacramental y la lectura de la Palabra de Dios, sin descuidar las obras de caridad.
La segunda lectura es de un pasaje de la Carta a los Hebreos. Allí dice que Jesús fue escuchado por su piedad. Alguien podría pensar que Jesús no fue escuchado por el Padre, porque a pesar de su oración en el huerto de Getsemaní, de todos modos, murió en la cruz. Sin embargo, Jesús sí fue escuchado porque fue fortalecido, y con esa energía pudo aprender a obedecer padeciendo, llegando así a su perfección. Al encarnarse, tuvo la experiencia de aprender la obediencia, aún pasando por el sufrimiento. Como Hijo de Dios, su obediencia es algo esencial, algo natural y eterno. Como hombre, tuvo que aprenderla por todas las experiencias que fue viviendo, y la más dura de ellas, por supuesto, fue la cruz.
Todos tenemos alguien a quien obedecer y casi todos tenemos alguien a quien mandar, pero es bien sabido que, quien no sabe obedecer, no sabe mandar. Es mejor obedecer que mandar, porque al mandar adquirimos una fuerte responsabilidad con alguien más, y seguramente una responsabilidad ante Dios. Para obedecer se necesita humildad, y si somos creyentes, sabremos que, al obedecer a cualquier autoridad, obedecemos a Dios. Como le dijo Jesús a Pilato: “No tendrías ninguna autoridad sobre mí, si no se te hubiera dado de lo alto” (Jn 19, 11). Desde entonces, es del todo claro que, toda autoridad viene de Dios, como lo enseña igualmente el apóstol san Pablo (cfr. Rm 31, 1).
Cuántos corajes evitaríamos ofreciendo a Dios cada obediencia en cada campo de nuestra vida. Cuántos problemas nos evitaríamos si, con humildad, obedeciéramos en la familia, en la escuela, en el trabajo o a las autoridades civiles; claro está, siempre que no nos manden algo en contra de la ley de Dios.
Porque aquí tenemos también una máxima que nos enseñó el apóstol san Pedro, cuando les querían prohibir predicar sobre Jesús. Pedro y los apóstoles contestaron: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech 5, 27-33). Por supuesto que no se trata de una obediencia ciega, y si la autoridad se presta, hay que buscar la posibilidad de un diálogo para exponer nuestras razones. Jesús, pues, es el máximo modelo de obediencia.
En el evangelio de hoy, según san Juan, llegaron unos griegos queriendo ver a Jesús. En tiempo de Jesús había mucha gente buena de otras naciones buscando al Dios verdadero, que abrazaban el culto judío creyendo en el único Dios. Muchos de ellos se sintieron atraídos por la predicación de Jesús, sin embargo, la predicación a las naciones ya no sería misión de Jesús sino de su Iglesia. Es por eso que al enterarse que unos griegos lo buscaban, él entendió que había llegado su “Hora”, la Hora suprema de ser glorificado, llevando su obediencia al extremo, porque para él no había mayor gloria que obedecer al Padre y dar su vida por nosotros.
Hoy está de moda la máxima de que, hay que aprender a querernos a nosotros mismos para saber amar a los demás. De este modo, si Jesús nos habla de aborrecernos a nosotros mismos, no significa despreciarnos, sino que significa ser capaces de amar hasta el sacrificio, no de forma forzada o amargada, sino con libertad y gozo, movidos por la fe, siendo conscientes de lo que valemos. No se trata, pues, de gente acomplejada, sino de creyentes que actúan impulsados por la fe. Si nada más nos esforzamos por amarnos a nosotros mismos, podemos llegar a vivir una vida totalmente egoísta.
Queda claro que, quien quiera servir a Jesús, ha de seguirlo, es decir, caminar sobre sus pasos imitándolo, con la promesa de que seremos honrados por el Padre, que nos acoge como hijos.
Jesús, como verdadero hombre, siente miedo ante la Hora que llega, no le pide al Padre que lo libre de esa Hora, pues para esa Hora ha venido. Jesús sólo pide una cosa: “Padre, dale gloria a tu nombre” (Jn 12, 28). Ojalá que esa sea siempre nuestra primera oración y nuestra primera intención en todo lo que hacemos. Se escuchó entonces la voz del Padre que dijo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo” (Jn 12, 28). Si yo no glorifico a Dios, de todos modos, Dios es eternamente glorificado, pero me conviene participar en esa glorificación.
Qué hermosa profecía de Jesús: “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). Fue levantado entonces sobre la tierra, cuando clavado en la cruz, ésta fue elevada. Y aquí estamos hoy, en el siglo XXI, millones y millones de hombres y mujeres, atraídos por Jesús.
¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán