Políticos y sacrificios animales…

Editorial ACN Nº163

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Recientemente, Naomi Sofía Figueroa Álvarez, exfuncionaria del Ayuntamiento de Guadalajara, confesó sobre el sacrificio que hizo de un perro como parte de un ritual de santería. Esto desató una ola de indignación en redes sociales y reabre un debate que no es menor, los límites entre la libertad religiosa, la ética, la libertad de expresión y la protección a los animales Más allá del escándalo mediático, este caso expone las contradicciones de una sociedad que lucha por equilibrar tradiciones culturales con valores contemporáneos, así como la tibieza de las autoridades frente a actos que violan la ley.

En una transmisión en vivo por TikTok, Figueroa Álvarez relató con aparente desenfado cómo pagó por el degüello de un perro para “quitar a sus enemigos del camino”, justificando el acto como parte de sus creencias en la santería, una práctica religiosa de raíces yoruba.

Sus palabras, acompañadas de un gesto que simulaba el corte del animal, no solo provocaron repudio, sino que pusieron en evidencia una alarmante frivolidad e inconciencia y banalización del sufrimiento por una supuesta creencia que, en el fondo, es una superstición personal. Aunque posteriormente se retractó, afirmando que sus declaraciones fueron falsas y motivadas por “vulnerabilidad emocional”, el daño ya estaba hecho: su confesión inicial, viralizada en redes, desató un escrutinio público que no puede ni debe ignorarse.

Aún cuando en Jalisco el maltrato animal es punible, la respuesta de las autoridades fue como todo en el México: “Aquí no pasa nada”·. El Ayuntamiento de Guadalajara se limitó a deslindarse, aclarando que Figueroa dejó de ser funcionaria el 31 de mayo de 2025, así el típico carpetazo…

El caso también plantea preguntas incómodas preguntas sobre la fe de los políticos, su hipocresía y el uso de estos fenómenos mágicos que, creen ellos, pueden conjugarse sin problema con la fe cristiana. En un país civilizado y respetuoso, sacrificar animales en rituales choca frontalmente con una sensibilidad contemporánea y pone en los linderos del paganismo esas prácticas que son bárbaras y salvajes. Ignorar esta evolución social bajo el pretexto de la libertad de expresión y el culto no solo perpetúa el sufrimiento innecesario, normaliza la violencia en nombre de la fe.

La retractación de Figueroa, por su parte, no exime su responsabilidad. Si su confesión fue falsa, como ella asegura, entonces incurrió en una frivolidad irresponsable al hablar de un acto tan grave como si fuera una anécdota trivial. Si fue cierta, su disculpa parece más un intento de eludir consecuencias que un genuino arrepentimiento. En ambos escenarios, su conducta como exfuncionaria pública es reprobable, pues quienes ocupan cargos de esta naturaleza deben ser ejemplo de integridad y respeto a la ley.

Este episodio no debe quedar en el olvido como un simple escándalo viral, pero también impone preguntas obligadas: ¿Qué clase de personas están llegando al poder gracias al voto? ¿Qué clase de mentes torcidas llegan a un cargo público para usarlo a su antojo cuando son simples empleados de la ciudadanía que los puso para trabajar, no para cometer esta clase de latrocionios y abyecciones?  

Se impone la necesidad de reflexionar sobre la coherencia, la ley y su aplicación, así como sobre el lugar de las prácticas religiosas en una sociedad moderna que no sean apología de la violencia ni del ensañamiento contra las criaturas. Casos como el de Naomi Figueroa seguirán siendo un recordatorio de que, en este país, la política no es tenida como vocación de servicio, sino de privilegios, el fin justifica los medios, aun cuando estos sean para destruir y someter.

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