Se nos narran hoy en el Evangelio dos apariciones del Resucitado, podemos decir que éstas sí son una prueba de que Jesús es el “viviente”. En la primera no estaba Tomás, en la segunda ya está presente. Ambas se dan en domingo y están los discípulos a puerta cerrada. En las dos Jesús les desea la paz.
En el Evangelio de san Juan, la primera aparición de Jesús, es como el pentecostés: “Sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”. Ante el temor a los judíos, que debió reflejarse en los rostros de los discípulos, les dice Jesús: “La paz esté con ustedes”. Para que sepan que es el mismo, pero en un cuerpo glorificado, “les mostró las manos y el costado”; podemos decir, es el mismo y diferente; como dirán algunos estudiosos, se da la continuidad en la ruptura; es el mismo Jesús, pero distinto. Y viene el envío para que continúen aquella misión que le ha encomendado el Padre y les da el Espíritu Santo, así como el poder de perdonar los pecados.
Tomás no está presente en aquel momento, sus compañeros con gozo y alegría le comparten su experiencia: “Hemos visto al Señor”. Es allí donde Tomás desea pruebas, pone condiciones para creer: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no creeré”. Ya que hablar de resurrección no era fácil, ni es fácil de comprender. Quizá se lamenta por haber estado ausente; deseaba tener la experiencia de ver al Resucitado. El narrador nos cuenta que tuvieron que pasar ocho días para la siguiente aparición. Podemos imaginar todos los pensamientos que surcaron la mente de Tomás, todos los comentarios entusiastas que escuchó de sus amigos, y sabemos que se mantuvo en la duda; aquellas palabras que escuchaba, aquella experiencia que le compartían, aquella seguridad con la que le hablaban, no eran suficientes para creer; él también deseaba ver el costado perforado y las manos marcadas por los clavos; tener la experiencia del encuentro con el Resucitado. Este relato nos lleva a pensar, que no basta la experiencia de otros, no bastan los sermones bien elaborados, es necesario el encuentro personal con el Resucitado, con Jesús que vive.
A los ocho días, el Resucitado se vuelve a hacer presente y les desea la paz. Ahora viene ese momento, entre diálogo y reclamo de Jesús con Tomás. Lo invita a que toque, que palpe, para que se desvanezcan las dudas; pero a Tomás le es suficiente verlo y expresa una confesión de fe como nadie lo había hecho: “Señor mío y Dios mío”; es el primero que le da el título de Dios. Jesús, pensando en todos los hombres a los que se les predicará el Evangelio, expresa: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”.
Aunque Jesús está vivo y presente en la Iglesia, sabemos que su presencia es distinta. Jesús nos participa la dicha de la fe, ya que llegamos a creer por el testimonio de otros; confiamos en lo que otros nos cuentan y no sólo con sus palabras, sino con su testimonio.
Me voy a detener en dos aspectos del Evangelio:
- Una Iglesia encerrada: El Evangelio nos narra la situación de una Iglesia naciente y con miedos. Cuando Jesús no está en el centro, el temor lleva al encerramiento. Sin Jesús, la Iglesia se convierte en un grupo de hombres y mujeres que se reúnen a puerta cerrada. Con las puertas cerradas no se puede escuchar lo que sucede fuera; no es posible abrirse al mundo; se apaga la confianza y crecen los recelos. El miedo puede paralizar la evangelización y bloquear nuestros mejores dones; con miedo no es posible amar al mundo.
Esto me lleva a reflexionar en las situaciones de inseguridad y violencia que vivimos en nuestros días; pareciera más seguro quitar de nuestra mente el sentido profético, encerrarnos y callar, como si no pasara nada. Si como Obispo me encierro y callo, al pueblo le faltará ese aliciente para seguir a Jesús, Camino, Verdad y Vida, y en medio de las dificultades, seguirá más bien a los ídolos. Dejemos que entre el Resucitado en nuestra vida, para vencer los miedos y salir de ese encerramiento.
Dejemos que Jesús ocupe el centro de nuestras parroquias, de nuestros grupos o movimientos; no permitamos que nadie ocupe su lugar; que nadie se apropie su mensaje; cuidemos que en los grupos no entren las ideologías porque las ideologías quitan la paz, la libertad; que nadie imponga un estilo de vida distinto al que Jesús llevó y nos invita a seguir. - El don de la paz. Siempre hemos necesitado personal y comunitariamente la paz, pero en nuestros tiempos, a la necesidad se le suma la urgencia, no sólo somos testigos de cómo ha aumentado la violencia, sino que además nos estamos acostumbrando a ella. El Señor ofrece la paz a unos discípulos que están escondidos a causa del miedo. El don de la paz supone, por tanto, la oportunidad para superar no sólo los miedos en general, sino aquellos que nos hacen encerrarnos en nosotros mismos e impiden que veamos lo sucedido en nuestro entorno y hasta nos paralizan para solidarizarnos con quienes están sufriendo igual o más que nosotros. Además, el don de la paz supone el reconocimiento de la realidad, por más cruel que ésta sea. Por eso el Resucitado, en el segundo anuncio de la paz, les muestra las señales de la crucifixión. Está claro que la paz, que además de ser un don es una tarea, no se construye ignorando la realidad de la violencia, mucho menos negándola cínicamente; sólo en el reconocimiento del daño que provoca y en las heridas que deja, podemos superar la violencia con la paz y cicatrizar las heridas con el perdón y la reconciliación.
Hermanos, la paz que nos trae Jesús es Él mismo, por eso les digo, que Él esté con todos ustedes.
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!