Otro signo de retroceso: el dedo y el tapado

Héctor Moreno
Héctor Moreno

Andrés Manuel López Obrador persiste en restaurar el viejo sistema priista de simulación democrática al usar la práctica del dedazo para designar a su sucesor. Solo importa su voluntad, su proyecto y alguien que esté dispuesto a continuarlo.

Como siempre fue en el PRI.

En las reglas no escritas del viejo sistema y las facultades extralegales (metaconstitucionales, las definió Jorge Carpizo), el Presidente era jefe del partido oficial -dentro del cual se aglutinaban las diferentes corrientes que se disciplinaban- y tenía la facultad unipersonal e indiscutible de designar a su sucesor.

Este fue un punto neurálgico para la sobrevivencia del sistema, pues el modelo se replicaba y cada mandatario en turno designaba al elegido sin publicitarlo y diseñaba un juego de imágenes distractoras (para taparlo) hasta que la formalidad legal obligaba a quitarle la capucha al elegido. Ese era el dedazo y el tapado.

En esencia era una práctica autoritaria, antidemocrática y corrupta, pues las campañas se sostenían con recursos públicos.

Otras consideraciones fuera del núcleo del sistema se consideraban, como los poderes fácticos, el entorno internacional.

Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, Ifigenia Martínez y Andrés Manuel López Obrador, conocidos como los neocardenistas, jugaron ese juego hasta que en 1987 el dedazo no los favoreció y salieron del PRI. Pero eso no significa que hubieran abandonado esas prácticas.

Ahora en el poder lo único que hace López Obrador es retomar esas añejas prácticas de simulación democrática que por décadas se instrumentaron al interior del sistema.

Algunas reflexiones sobre este punto en particular pueden dar una idea de lo que podemos esperar de este régimen los próximos tres años.

 

Sin estructura partidista

Morena depende del carisma de su jefe y fundador.

Carece de estructura, líneas de mando y en cambio hay mucha lealtad, que no necesariamente significa disciplina.

Po ejemplo: el Consejo Nacional de Morena, órgano de decisión superior a la dirigencia nacional, no funciona, ha estado ausente de sus facultades estatutarias; debe ser renovado cada tres años y desde 2015 no se ha modificado nada; aunque puede sustituir a los integrantes de la dirigencia nacional no ha hecho nada en los conflictos internos de los últimos dos años por la dirigencia nacional.

La dirigencia nacional se dirimió más por necesidad de control de parte del Presidente López Obrador para designar candidatos en las pasadas elecciones que por voluntad de sus militantes. Morena no ha actualizado su padrón de militantes, su anterior dirigente tiene demandas penales por malversación de cientos de millones de pesos y en varios estados no existe dirigencia ni estructura.

Vistos desde otra perspectiva todos esos elementos permiten entender que el membrete es solo un instrumento formal de un liderazgo presidencial unipersonal, autoritario que ha hecho ganar a sus candidatos instrumentado la fuerza del gobierno federal.

Al igual que en el viejo priismo, el encargado formal de la dirigencia del partido oficial, llámese como se llame, simplemente obedecerá al Presidente.

 

Cohesión en juego

Morena se conformó a través de casi una década con los desertores del PRI, con un sector de la izquierda radical y con intereses de muchos lados.

Es un conglomerado en el que caben lo mismo Napoleón Gómez Urrutia que las corrientes más radicales de la izquierda capitalina, como la familia Batrés, Javier Hidalgo o la misma Claudia Sheinbaum; es el espacio donde conviven expanistas como Manuel Espino, Germán Martínez con personajes con mala reputación como René Bejarano, etcétera.

No hay una unidad ideológica o cuerpo doctrinal, hay suma de intereses.

Todo eso hace que el proceso de designación anunciado por López Obrador sea una prueba de fuego para conservar ese movimiento con registro formal de partido. Esa condición coloca en una línea muy delgada la manera de dirimir las diferencias entre esos grupos.

Quien ha insistido desde hace unos meses sobre estos puntos ha sido el hasta hoy coordinador de los senadores y aspirante presidencial, Ricardo Monreal Ávila y quien ha advertido que estará en la boleta del 2024 con o sin Morena. Su pragmatismo le ha hecho ganar aliados y conservar espacios, como la gubernatura de Zacatecas para su hermano.

Desde muchos lados se le atribuye la formación Fuerza por México, que así como ganó su derecho como partido lo perdió en la pasada elección intermedia.

Marcelo Ebrard es otro producto del viejo sistema, que todavía en 1997 gozó de esa membresía al haber llegado como diputado federal por el PVEM, mantuvo su cercanía con el extinto Manuel Camacho Solís y juntos se fueron con López Obrador al PRD.

Su experiencia, trayectoria y figura propia le otorgaron peso para aliarse con López Obrador. Ese perfil le ha permitido resaltar notablemente en el actual gabinete presidencial, pero también le ha generado conflictos con otras corrientes. Sus aliados son las viejas corrientes liberales, pragmáticas del sistema, no los seguidores de López Obrador. Visto así, su postulación bajo el registro de Morena dependerá más de su lealtad al Presidente y si no deberá construir otra opción.

Los que parecieran ser los más convencidos de tener en la bolsa la sucesión son la izquierda radical capitalina, quienes han sido los más activistas y leales a López Obrador, pero también quienes sufrieron el gran descalabro en las pasadas elecciones al perder la mitad del territorio de la Ciudad de México. Por su sectarismo se han cerrado otras opciones, por lo cual es previsible que jugarán su resto.

Al final lo único que importa es la voluntad y los intereses del destapador, el que designará al candidato presidencial del régimen… como en el viejo sistema.

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