Opinión. Teología del matrimonio

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El matrimonio no se funda ni en la cultura, ni en la historia, ni en el poder, sino en nuestra naturaleza social. El matrimonio arranca naturalmente de la tendencia al amor y perfeccionamiento mutuo que instintivamente sienten entre sí el hombre y la mujer. Es una realidad que implica directamente a dos personas en una relación heterosexual estable de amor mutuo que lleva a la unión íntima y a la comunión interpersonal. Amor, sexualidad y matrimonio están íntimamente conectados y relacionados.

Podemos decir que bajo la influencia del cristianismo se ha desarrollado a lo largo de los siglos un tipo de matrimonio cuyo elemento determinante es la igual dignidad del hombre y de la mujer. Este arquetipo ha llegado a ser en el matrimonio sacramental el modelo religiosamente vinculante.

La alianza de fidelidad del matrimonio presupone que el hombre y la mujer tienen igual valor como personas. Pero sólo el abandono de la concepción patriarcal del matrimonio y de la familia, así como los cambios sociales y políticos, conceden a la mujer una mayor autonomía, independencia y participación en la vida social y económica, por lo que hasta hace bien poco no se ha llegado a la plena igualdad jurídica y, aun así, en bastantes sitios, como en los países musulmanes, todavía hay muchísima tarea que realizar. Actualmente, en nuestras sociedades, ambos en general comparten la tarea de ganar dinero para el presupuesto familiar, así como el cuidado de atender y educar a sus hijos.

El estudio histórico del matrimonio permite percibir cómo la Iglesia quiere reconocer estas realidades humanas y a la vez unirlas al plan divino de la gracia que eleva al ser humano por encima de sí mismo, o al menos le invita a superarse. Por ello, aun reconociendo los cambios habidos en la concepción del matrimonio, la Iglesia siempre ha afirmado, tal vez bajo fórmulas diversas, las siguientes proposiciones: la procreación es buena; la procreación de los niños no alcanza su culmen sino en la educación; la vida inocente es sagrada; la dignidad personal del cónyuge debe ser respetada; el amor conyugal es santo. Estas proposiciones ponen de relieve el valor de la procreación, de la educación, de la vida, de la personalidad y del amor, valores que podemos decir son los perennes en el matrimonio.

Por su parte, la encíclica Humanae Vitae de San Pablo VI en el nº 8 nos hace ver la relación entre el amor conyugal y el amor de Dios; ese amor divino que es la verdadera fuente del amor conyugal, puesto que el matrimonio “es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad su designio de amor”. En el nº 9 se nos indican las notas y exigencias características del amor conyugal, es decir, el ser un amor humano, total, fiel, exclusivo y fecundo, así como abierto a una paternidad responsable. En el nº 12 se insiste en los dos significados del acto conyugal: el unitivo y el procreador.

Por su parte el Código de Derecho Canónico establece novedades importantes. Mientras el CIC de 1917 decía: “El consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad por el cual ambas partes dan y aceptan el derecho perpetuo y exclusivo sobre el cuerpo, en orden a los actos que de suyo son aptos para engendrar prole” (c. 1081 & 2), el CIC de 1983, alineándose con el Concilio, establece: “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (c. 1055 & 1).

En consecuencia, se supera la noción de consentimiento para emplear la de alianza, término que tiene la ventaja de ser más bíblico y a la vez más compatible tanto con nuestra mentalidad occidental como con las prácticas matrimoniales de muchos pueblos del tercer mundo. Con alianza se expresa mejor lo que significa la entrega recíproca de dos libertades y poner en común no sólo lo que tenemos, sino sobre todo lo que somos.

Para la Jurisprudencia Rotal los elementos que configuran ese “consorcio de toda la vida” son: a) el equilibrio y la madurez requeridas para una conducta verdaderamente humana (p. ej., madurez personal); b) la relación de amistad interpersonal y heterosexual (el amor oblativo, el respeto de la personalidad afectiva y sexual de la pareja etc.); c) la aptitud de colaborar en la marcha de la vida conyugal (la responsabilidad en la vida doméstica, en el trabajo, en la educación de los hijos, etc.).

Es decir, se determina que el contenido del objeto matrimonial es algo mucho más profundo que el derecho a los actos conyugales, puesto que es el derecho a la comunidad de vida total entre el hombre y la mujer, subrayando así la dimensión interpersonal. En pocas palabras, el centro y el fundamento del matrimonio es el amor.

Con información de Religión en Libertad/Pedro Trevijano

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