La elevación al trono de Pedro de S.S. Alejandro VI (quien si bien fue el Papa de la providencial y felicísima donación de América al Imperio Español, tuvo algunas costumbres poco edificantes durante algún tiempo), puso a la Sierva de Dios Isabel La Católica en un aprieto. Isabel conocía bien a quien había sido antes el Cardenal español, Rodrigo de Borja; ahora como Sumo Pontífice, le merecía el mayor de los respetos y sumisión religiosa, pero como pecador, no; y no podía aprobar conductas indignas de un prelado que causasen incluso escándalo a los fieles.
Así, con motivo de haberse celebrado en los Estados Pontificios, con toda fastuosidad, las bodas de Lucrecia Borja, hija del Papa (nacida varios años antes de la asunción de éste al trono pontificio), la Reina Isabel citó al Nuncio Apostólico Mons. Francisco des Prats, a Medina del Campo, donde se encontraba la corte. Allí, con exquisita discreción (al punto que hoy se conoce esta reprimenda sólo por un informe secreto del nuncio al Papa, conservado en el Archivo Secreto Vaticano) luego de despedir a sus secretarios y ayudantes, presentó sus quejas:
La Reina me ha dicho que hacía días quería hablarme (…). «Me dijo que su Majestad tenía mucha voluntad y amor a vuestra Beatitud (…) que estuviese cierto de que no las decía con mal ánimo, sino con todo amor, y que se veía constreñida a hablar y tratar algunas cosas que de vuestra Beatitud oía, de las cuales, porque quiere bien a vuestra Santidad, recibía gran enojo y displicencia, mayormente porque eran tales que engendraban escándalo y podrían traer consigo algún inconveniente; concretamente, las fiestas que se hicieron en los esponsales de doña Lucrecia, y la intervención de los cardenales, es decir, del cardenal de Valencia (hijo de Rodrigo de Borja, el Papa) y del cardenal Farnesio y del cardenal de Luna; y que yo, de parte de su Majestad, escribiese a vuestra Beatitud, quisiera mirar mejor en estas cosas”(1).
Este hecho histórico nos sirve de introducción a un punto que, con toda brevedad, queremos referir en estas breves líneas: el amor desordenado al Papa.
1.
El único amor blanco absolutamente ilimitado es el amor a la Eucaristía.
El amor a la Virgen es ilimitado solo sequndum quid, como se desprende de aquella máxima bernardiana que reza “De Maria nunquam satis“. Mas, simpliciter, el amor a la Madre de Dios es limitado ya que, a pesar de las imprecisiones terminológicas de algunos píos cancioneros populares, no se la puede adorar, por más que piadosamente a veces se la llame adorable o divina.
El amor al Papa es limitado y solo en un sentido muy lato puede decirse que es ilimitado. ¿En qué sentido? En el sentido de que los católicos deben tener la disposición a dar la vida en defensa del Pedro, como se ve en el guardia suizo que sale a ponerle el pecho a la balas para que no maten al Vicario de Cristo.
2.
Ahora bien, entendiendo la palabra “amor” en un sentido muy amplio usado por San Agustín -de modo que la expresión se puede aplicar al amor a Dios o al amor desordenado-, pretender que, stricto sensu, el amor al Papa sea ilimitado, es una aberración, a la vez que un error, que, evidentemente jamás fue enseñado por la católica autoridad.
En efecto, si un amor así fuese licito, se daría la razón a los heresiarcas protestantes quienes, aún al día de la fecha, nos reprochan como anticristiana la sumisión al Papa.
Las formulaciones generales son claras, pero ¿cómo puede verificarse un amor excesivo al Papa? Puede haber muchos modos, mencionemos los primeros que se nos vienen en mente:
Adorar al Papa.
Creer que todo lo que diga el Papa es infalible.
Cubrir bajo el manto de la infalibilidad aquello que no lo es.
Exigir adhesión pública incondicional a aquellos postulados papales falibles con los cuales la Iglesia, en ciertos casos, permite disentir en el foro interno.
Darle carácter dogmático a lo que no lo tiene.
Creer que una doctrina definida por la Iglesia es modificable por Papas posteriores.
Afirmar la impecabilidad papal.
Justificar moralmente actos papales pecaminosos.
Alabar actos papales indudable y peligrosamente ambiguos.
Creer que el Papa por ser Papa quedo exento de la posibilidad de condenarse eternamente.
Creer que todos los Cardenales creados por el Papa jamás proferirán herejías.
Querer salvar las proposiciones papales evidentemente insalvables.
Creer que todos y cada uno de los actos papales fueron inspirados por el Espíritu Santo.
Creer que las declaraciones del último Papa sobre un tema necesariamente mejoran las de los anteriores Pontífices.
Creer que todas las enseñanzas papales tienen el mismo valor.
Creer que es metafísicamente imposible que, en alguna infeliz circunstancia, el Papa diga una herejía en público.
Creer que el Papa no puede cometer un error, sea por descuido o sea por dolo.
Creer que el Papa necesariamente será santo.
Creer que el Papado supone o causa la confirmación en gracia.
Creer que el amor ilimitado al Papal es más piadoso que el amor ordenado.
Creer que los Cardenales electores necesariamente elegirán como Papa al que más gloria le dará a Dios y que lo harán bajo la “inspiración” del Espíritu Santo.
Complementemos lo expuesto con una conocida cita del Beato John Henry Newman, quien si bien puntualiza que “Prima facie, es un deber necesario, aunque no sea más que por la lealtad, creer que [en el ámbito en cuya autoridad es suprema pero no infalible,] el Papa tiene razón, y obrar conforme a sus preceptos“, señala lo siguiente:
“un Papa no es infalible en sus leyes ni en sus mandamientos, ni en sus actos de gobierno, ni en su administración, ni en su conducta pública (…). ¿Fue infalible san Pedro en Antioquía, cuando san Pablo se le resistió? ¿San Víctor fue infalible cuando excluyó de su comunión a las Iglesias de Asia ? ¿ O Liberio cuando excomulgó a Atanasio ? (…). Ningún católico pretendió jamás que estos papas fueran infalibles al obrar así“(2).
En suma, el amor excesivo al Papa es un error que fue llamado con una palabra muy malsonante: “papolatría».
El amor excesivo al Papa no sólo es un error teórico, sino que en algunos casos puede llegar a ser pecado.
3.
No queremos dejar de precisar que, como ya fue insinuado en estas líneas, es conveniente “distinguir” dos cosas:
a) las flaquezas morales que pueda el Papa tener y las deficientes medidas pastorales que pueda tener (campo indudable en su posibilidad)
b) y las palabras y hechos de clara significación herética, es decir, incompatible con la doctrina católica de la fe.
Aquí es donde puede darse el problema más grave y más difícil en su tratamiento teórico y no digamos en el práctico.
Esto es, lo de a) es todo obvio. Lo de b) requeriría un tratamiento más a fondo, pero no lo haremos en este breve trabajo de divulgación.
Antes de terminar, recordemos unas sabias palabras del gran Castellani:
“Existen entre nosotros fulanos que piensan es devoción al Sumo Pontífice decir que el Papa “gloriosamente reinante” en cualquier tiempo “es un santo y un sabio», “ese santazo que tenemos de Papa», aunque no sepan un comino de su persona. Eso es fetichismo africano, es mentir sencillamente, a veces es ridículo; y nos vuelve la irrisión de los infieles”
4.
Ahora bien, lo dicho jamás podrá ser invocado como pretexto para olvidar que en el Papa, debemos ver a Jesucristo, seguir a Jesucristo y amar a Jesucristo(3).
No olvidemos entonces que debemos tener una fe amasada en la más estricta docilidad a las directivas y enseñanzas papales y una fe llena de presteza en desechar el error percibido aun a través de las más débiles apariencias.
Aspiremos con denuedo a amar fervorosamente al Papa, sea quien fuere, hiciera lo que hiciese, pues esto, es signo de vida sobrenatural. Así, sin que nos importe quién sea, y ya, por el solo hecho que de que es Pedro, busquemos amar al Papa y aun alimentemos el deseo de dar la vida por él, sabiendo que no hay mayor amor que dar la vida por los amigos.
Recordando que vivir la relación con la Suma Potestad Eclesiástica es pura gracia, roguemos a Dios “que nadie jamás nos supere en obediencia filial, en obsequiosidad y amor al Papa”(4) y que nos dé la gracia de vivir siempre la letra y el espíritu de aquel catolicísimo lema que grita: “Con Pedro y bajo Pedro”(5).
Con información de InfoCatólica/Padre Federico Highton, SE