Pongo el título entre signos de interrogación porque, aunque ayudar a la Iglesia en sus necesidades es un mandamiento universal para todos los católicos, hace tiempo que se escuchan numerosas voces que sugieren que quizá sea mejor retirar esa ayuda en ciertas ocasiones o al menos matizarla.
Algunos señalan, lógicamente molestos, diversos casos en los que se utiliza mal el dinero que los fieles dan a la Iglesia. No solo hay casos de simple despilfarro o empleo del dinero de viudas y huérfanos en inútiles burocracias, campañas e iniciativas o en congresos y viajes superfluos (que ya claman al cielo), sino que incluso hay ocasiones en las que el dinero se usa directamente para mal.
Es más que comprensible que haya numerosos fieles que están hartos y que no deseen colaborar con ese desperdicio o esas conductas poco eclesiales. ¿Quién querría contribuir con su salario a que la Pontificia Academia para la Vida proporcione un púlpito a activistas antipoblación, a que Mons. Sorondo viaje a China y elogie el régimen comunista o a que, en multitud de universidades, editoriales, parroquias y colegios “católicos”, se niegue la doctrina católica? ¿A quién no le indigna que la Conferencia Episcopal norteamericana haga donaciones a organizaciones proabortistas, que los obispos alemanes se reúnan para cambiar la fe de la Iglesia o que haya obispos que paguen sumas millonarias para evitar que salgan a la luz las repugnantes prácticas de algún clérigo?
En ese sentido, muchos entienden que retirar los donativos es una forma, quizá la única forma práctica, de presionar a una jerarquía que, en ciertos casos, parece andar escasa de fe y sobrada de mundanidad. Es decir, una manera de hacer oír la voz de los seglares que, supuestamente, son muy importantes en la Iglesia, pero, en la práctica, normalmente no son escuchados, aunque estén denunciando evidentes abusos o, quizá, especialmente cuando denuncian esos abusos.
Otros, de forma más modesta, sugieren que, en vez de dar dinero a cualquier obra de la Iglesia de forma indiscriminada, conviene dar solamente el dinero a conventos, misioneros o sacerdotes que conozcamos y que sepamos que van a utilizar bien el dinero. Así, algunos proponen no poner la X en la casilla de la Iglesia del impuesto sobre la renta (en el caso de España) o no contribuir con determinadas colectas como el óbolo de San Pedro o las colectas diocesanas o incluso no dar ningún dinero en la parroquia, sino solo a obras que consideren indudablemente buenas.
Es un tema muy amplio y además, como veremos, en gran medida prudencial, así que, sin pretender solucionarlo, me limitaré a proponer unas líneas generales. A mi entender, siempre conviene favorecer que la limosna sea lo más concreta posible. Sin negar el bien que hacen (algunas) organizaciones caritativas de la Iglesia, creo que siempre es mejor dar dinero directamente al que lo necesita cuando se pueda, porque la verdadera caridad empieza por los cercanos. A los cristianos no nos preocupa tanto la pobreza cuanto los pobres en particular, que son nuestros hermanos. Asimismo, me parece preferible dar dinero a un misionero un sacerdote o un convento conocidos o cercanos que a “las misiones” en general, a la Conferencia Episcopal o a causas más o menos abstractas. Si además de esa forma es posible evitar contribuir a fines poco recomendables, miel sobre hojuelas.
En cuanto a dar dinero o no en la propia parroquia, sin embargo, mi consejo es el de San Ignacio: en tiempo de turbación, no hacer mudanza. Es decir, creo que seguir la costumbre de siglos o milenios y continuar dando la propia aportación en la parroquia a la que se acuda es, en principio, una buena idea. En la duda, haz lo que hacían tus abuelos, reconociendo a la Iglesia presente en tu parroquia, amándola, respetándola y compartiendo tus bienes con ella. Es, a fin de cuentas, la limosna más concreta que existe, porque sostiene el culto en el que nosotros participamos, mantiene a los sacerdotes que nos imparten los sacramentos y ayuda a los pobres y a los fieles que viven a nuestro alrededor.
En ese sentido, el mandamiento de ayudar a la Iglesia en sus necesidades es un mandamiento de humildad. Creemos que somos más sabios, más listos y mejores que los demás, pero lo que nos corresponde es la oración del publicano y, aunque no salga en la parábola, la limosna del publicano, que se humilla y se fía de la Iglesia. En la duda, desconfía de ti mismo, de tu inteligencia y de tu capacidad de saber mejor que los demás lo que conviene. Como decía Chesterton a una mujer que le reprochaba que diera limosna a un mendigo que “seguro” que iba a gastársela en alcohol: “Señora, ¿qué le hace pensar que yo lo gastaría en algo mejor?”.
Además, a mi entender, el mandamiento de ayudar a la Iglesia en sus necesidades no está destinado de forma exclusiva a las cosas buenas que pueda hacer la Iglesia con ese dinero (que siguen siendo muchas), sino en buena parte a recordarnos de forma patente (y con patente quiero decir que nos duela) que los bienes materiales no son nuestros, sino de Dios, y que nosotros solo somos administradores. O dicho de otro modo, que no podemos servir a Dios y al dinero. En ese sentido, si a veces el P. Tal o Mons. Cual desperdician ese dinero o lo usan mal, peor para los que así lo hagan, porque ya darán cuenta a Dios de ello. Nosotros, colaborando con la Iglesia, hemos probado en nuestra carne, con las versiones modernas del diezmo y la primicia, que servimos a Dios y no al dinero, la gracia ha liberado nuestros corazones de la tiranía de Mammón y solo eso ya merece la pena.
Es decir, aunque estemos haciendo un servicio a la Iglesia al colaborar económicamente para sufragar sus necesidades, lo cierto es que ante todo es la Iglesia la que nos está haciendo un favor al recordarnos que todo lo que tenemos lo recibimos de Dios y debemos emplearlo para hacer su voluntad. Ese dinero que damos no es nuestro, sino de Dios. ¿Qué tienes que no hayas recibido?
El tema de presionar retirando la limosna es un poco más complicado y resulta difícil no mostrar simpatía hacia las intenciones de los que proponen esas presiones. Como decíamos, ¿quién no se da cuenta con indignación de que la Iglesia está en medio de una gran crisis y de que hay muchos eclesiásticos que, impunemente, actúan contra la fe abusando de su cargo y, que, para colmo, lo hacen con el dinero de los fieles?
Es posible que esas presiones puedan dar buenos resultados en ocasiones y, en algunos casos muy extremos podría considerarse incluso un deber no colaborar con algo evidentemente malo y mostrar así de forma pública nuestro rechazo. En general, sin embargo, yo diría que las cosas en la Iglesia no deben funcionar a base de presiones. Actuar a la manera del mundo es siempre una tentación, porque parece que el mundo obtiene resultados mejores, más rápidos o más eficientes, pero los cristianos estamos llamados a ser distintos. Por eso desconfío de comunicados públicos, propuestas de democratizar la Iglesia, presiones económicas y, en general, criterios de poder en la vida de la Iglesia. Estas herramientas mundanas empiezan a utilizarse con buenas intenciones, pero casi inevitablemente se van deslizando hacia cuestiones más confusas o menos santas y terminan por desnaturalizar la vida cristiana. No merece la pena.
Dicho eso, no conviene poner más cargas de las necesarias ni inventarse preceptos inexistentes. Veamos en qué consiste la obligación concreta en este ámbito. El Catecismo explica que: “el quinto mandamiento («ayudar a la Iglesia en sus necesidades») enuncia que los fieles están obligados de ayudar, cada uno según su posibilidad, a las necesidades materiales de la Iglesia” (Catecismo de la Iglesia Católica 2043). La ley canónica es algo más específica, pero sustancialmente dice lo mismo: “Los fieles tienen el deber de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, de modo que disponga de lo necesario para el culto divino, las obras de apostolado y de caridad y el conveniente sustento de los ministros” (canon 222 § 1).
Es decir, por ejemplo, no hay obligación específica de dar dinero en las colectas parroquiales o en otros lugares en concreto. La obligación es de carácter general: ayudar a la Iglesia, de manera que tenga lo necesario para el culto, el apostolado, el sustento de sacerdotes y las obras de caridad. Por lo tanto, se puede cumplir igualmente dando dinero a un misionero conocido, a unas religiosas o donde sea. Obviamente, lo normal, como decíamos antes, será que el lugar principal que canalice el cumplimiento del quinto mandamiento de la Iglesia sea la parroquia, pero no está mandado que así sea, de manera que no se puede reprochar que algunos fieles usen de su derecho y prefieran dar su donativo en otros lugares o prefieran no colaborar con colectas cuyo destino no les agrada.
Tampoco hay obligación moral específica de poner la X en la casilla de la Iglesia en la declaración de la renta. Yo siempre lo he hecho y a mi entender es aconsejable hacerlo (porque difícilmente usará mejor el Estado ese dinero que la Iglesia), pero no creo que sea obligatorio, siempre que uno cumpla el precepto ayudando económicamente a la Iglesia de otras maneras.
La decisión de cómo ayudar a la Iglesia es de cada fiel, porque así lo ha decidido la propia Iglesia. Esto no siempre ha sido así. En otras épocas era obligatorio legal y canónicamente pagar el diezmo a la Iglesia y no hacerlo conllevaba serias penas canónicas y legales. Ahora, sin embargo, se deja al criterio del fiel cómo ayudar a la Iglesia y con qué cantidad de dinero. En ese sentido, no seré yo quien critique a quien haga uso de ese derecho, sobre todo si lo hace con la loable intención de defender la fe y resistir a las ideologías mundanas que se infiltran en ella.
En conclusión, estamos hablando de una cuestión prudencial, para la que no se pueden dar soluciones universales (más allá de la obligación general de ayudar a la Iglesia en sus necesidades). Yo ya he dado mi opinión personal sobre lo que creo que es mejor hacer al respecto. Que cada uno examine su conciencia y haga lo que le parezca mejor, con amor a la Iglesia, generosidad, humildad y prudencia.
Con información de InfoCatólica/Bruno