Hace mucho, mucho tiempo, en la época en que los dinosaurios dominaban la tierra, o casi, me tocó hacer el examen de acceso a la universidad (o selectividad, como se llamaba en aquellas edades prehistóricas). No sé si demostré muchos conocimientos, pero al menos aproveché para aprender algo importante sobre la naturaleza humana que nunca he olvidado.
Me examiné en la universidad pública a la que luego asistí como alumno y, debido su caos organizativo endémico, no encontraron aulas suficientemente grandes para nosotros a pesar de tratarse de una universidad gigantesca. Como si no fueran capaces de encontrar hielo en pleno Polo Norte, vamos. La solución que encontraron fue hacinarnos como pulgas en perro flaco, colocándonos en sillas pegadas unas a otras, de manera que cada uno de nosotros tenía delante su examen y, a unos veinte centímetros de distancia, los exámenes de otros dos estudiantes, uno a cada lado.
Como imaginarán los lectores, aunque aquellos estudiantes eran la flor y nata de nuestra juventud española, en sus tiernos corazoncitos surgió una sibilina tentación: ¿y si copiara a troche y moche como si no hubiera mañana? A pesar de los profesores que había en el aula y de los ímprobos esfuerzos de multitud de ángeles de la guarda, en aquella mañana fatídica algunos estudiantes cayeron en la tentación y empezaron a copiar de sus compañeros.
¿Que cómo lo sé? En primer lugar, porque, de forma ligeramente sospechosa, tanto mi compañero de la izquierda como el de la derecha iban escribiendo exactamente lo mismo que yo. Hasta las comas. En segundo lugar, porque, al cabo de unos cinco minutos, un profesor dijo en voz alta “¡no copiéis!”, señal inconfundible de que algunos, en efecto, copiaban. Cinco minutos más tarde, el mismo profesor repitió “¡que no copiéis!”, señal igualmente certera de que los muchachitos seguían copiando como bellacos. Finalmente, cuando apenas había pasado quince minutos desde el comienzo del examen, el profesor gritó, con impotencia, “¡os he dicho que no copiéis!”.
Supongo que no hace falta decir que, después de aquella tercera advertencia, casi la totalidad de los examinandos se pusieron a copiar alegremente a sus compañeros a dos manos y sin molestarse ya en disimularlo. Recuerdo la angustia en la cara del profesor y la resignación de sus compañeros, mientras que los sinvergüencillas de los estudiantes, en palabras del profeta, exultaban de gozo como se alegran durante la siega, como se alegran al reparto del botín.
Aquel examen me dejó una profunda impresión y me enseñó algo esencial sobre la autoridad: cuando el que manda tolera que se desobedezcan públicamente sus mandatos sin consecuencias, termina por perder de facto su autoridad. Si los alumnos ven que el profesor se limita a decir una y otra vez que no hay que copiar, pero no castiga a los que lo hacen, deducen sensatamente que no hay que por qué hacerle ningún caso. Cuando el gato es demasiado gordo, cobarde o inútil para perseguirlos, los ratones bailan y le tiran de los bigotes.
Años después aprendí que esta verdad esencial sobre la desistencia de la autoridad era incluso un principio jurídico en algunos ordenamientos desde tiempos de la antigua Roma, el de la desuetudo. De conformidad con ese principio, las leyes que la propia autoridad o los tribunales van olvidando y no hacen cumplir terminan por dejar de tener efecto y hacerse inaplicables. Los romanos, que eran eminentemente prácticos, reconocían así una realidad general sobre la naturaleza del gobierno: la autoridad que no se ejerce, se pierde. Al menos de facto, como decíamos.
Este largo rodeo me lleva a los obispos flamencos (es decir, belgas de habla rarita, también conocida como neerlandesa), que acaban de aprobar un formulario para bendecir a las parejas del mismo sexo en el que, con una encomiable brevedad de palabras, consiguen negar toda la doctrina moral de la Iglesia sobre ese tema. Sin que por ahora el Vaticano haya dicho ni mu. También podemos mencionar a los obispos alemanes, que en su sínodo nacionalsinodalítico alemán de preparación del sínodo supersinodal de la sinodalidad, se han permitido negar la moral sobre ese tema y muchos otros, además de la fe católica sobre el sacerdocio y diversas cuestiones. De nuevo, sin que el Vaticano haya tenido a bien señalarles nada al respecto, más que la conveniencia de tratar esas cuestiones en el sínodo internacional y no solo en el nacional, como si lo malo no fuera negar la fe, sino hacerlo en grupos pequeños.
Estos dos casos son los más conocidos, pero ni mucho menos los únicos. Durante los dos sínodos de las familias, multitud de obispos franceses, españoles y de otras nacionalidades negaron frontalmente la fe católica sobre el matrimonio y otros temas. Sin ninguna consecuencia ni exigencia de que se retractaran. De hecho, esta situación ya viene de bastante lejos, porque, después de la publicación de la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI, las conferencias episcopales de Austria, Bélgica, Canadá y Francia, entre otras, se desmarcaron de la encíclica, dando a entender que no había que exagerar, que podía haber distintos casos, que si la conciencia por aquí y por allá, etcétera, etcétera. No solo sin consecuencias, sino que, en algunos casos como el de la diócesis de Washington, el propio Vaticano obligó a obispos a levantar las sanciones que habían aplicado contra los sacerdotes que negaban la doctrina sobre los anticonceptivos de la encíclica.
En fin, no son más que algunos ejemplos entre bastantes más. Y todo esto limitándonos a obispos. Si añadiéramos los casos de sacerdotes y religiosos de todo el mundo que han enseñado durante décadas y siguen enseñando impunemente todo tipo de herejías e inmoralidades en público y sin consecuencias, necesitaríamos el Internet entero y aún nos faltaría espacio.
Teniendo en cuenta esta desistencia de décadas y más décadas de la autoridad en la Iglesia, ¿qué sentido tiene rasgarse las vestiduras durante un par de días cuando sale a la luz el último caso de obispos desnortados? ¿De qué sirve que la Congregación para la Doctrina de la Fe haya sacado un documento que declara ilícitas las bendiciones a parejas del mismo sexo, si los obispos saben que pueden bendecir públicamente a esas parejas sin consecuencias? Si no se corrige a los que rechazan la fe católica y a menudo se les premia, por ejemplo con un puestecito en la Pontificia Academia para la Vida, ¿no será que gran parte de la Iglesia, incluidos los pastores, han abandonado esa fe y la consideran, en el mejor de los casos, una opinión más entre tantas posibles? ¿A quién puede extrañarle que el propio Papa haya negado de forma solemne, aunque confusa, la doctrina de la Iglesia sobre los actos intrínsecamente malos, la suficiencia de la gracia o la indisolubilidad del matrimonio en una exhortación postsinodal sin que la Iglesia en pleno se haya levantado a corregirle, como sucedió en otras épocas?
Casi le parece a uno escuchar los ecos de aquel profesor frustrado e impotente: ¡que no copiéis! ¡Os he dicho que no copiéis! Quizá la jerarquía en pleno tendría que hacer un examen de selectividad, a ver si aprendían algo. O quizá, solo quizá, sea más bien un problema de fe, porque en la Iglesia la autoridad solo puede sustentarse en la fe y, cuando falta esta, inevitablemente la autoridad se derrumba.
Por BRUNIO M.
INFOCATÓLICA.