La restauración de Notre-Dame tras el devastador incendio de 2019 ha sido un milagro arquitectónico y técnico. En una época donde el pragmatismo suele ganar la batalla al respeto por la historia, ver cómo los trabajos se han mantenido fieles al plano original de Viollet-le-Duc es un motivo de esperanza.
Las agujas, las bóvedas y los rosetones han recuperado su gloria, recordándonos que esta catedral no es solo un edificio, sino un testigo vivo de la fe y la cultura de Europa. Sin embargo, entre tanta fidelidad y esmero, el nuevo altar se alza como un contraste perturbador, una nota discordante en una sinfonía que parecía perfecta.
Por un lado, la restauración nos muestra lo que se puede lograr cuando se respeta el pasado. Cada piedra, cada vitral ha sido tratado con la reverencia que merece un símbolo de la trascendencia. El equipo de restauradores comprendió que Notre-Dame no pertenece a esta generación, sino a la humanidad entera. Es un puente entre el cielo y la tierra que debía ser devuelto a su esplendor original. Y lo lograron.
Por otro lado, tenemos el altar.
Ese altar. Diseñado, al parecer, bajo el principio de que «menos es más», aunque en este caso, «menos» se traduce en un vacío estético y espiritual que resulta doloroso.
¿Cómo es posible que, mientras se honra el plano original de la catedral, se haya decidido instalar un elemento litúrgico que parece más adecuado para un showroom de diseño industrial que para el epicentro de la fe católica?
Belleza y funcionalidad: una lucha desigual
Pero aquí, en Notrte Dame, no encontramos ni rastro de esa riqueza simbólica.
El nuevo diseño, con su austeridad casi agresiva, parece haber olvidado la función misma del altar: no es un objeto decorativo ni un experimento artístico, sino un lugar sagrado que debe elevar el alma hacia Dios.
Frente al esplendor recuperado de las bóvedas y los vitrales, este altar resulta casi ofensivo en su incapacidad de conmover.
El caso de Notre-Dame es un ejemplo perfecto de las tensiones que atraviesan la Iglesia en nuestros días.
- Por un lado, está la fidelidad a la tradición, que reconoce la importancia de la belleza como medio para acercarse a Dios.
- Por otro, está una modernidad mal entendida, que confunde simplicidad con banalidad.
La restauración de la catedral demuestra que es posible recuperar lo mejor del pasado. El altar, sin embargo, parece empeñado en recordarnos que aún hay quienes piensan que la fe debe diluirse para ser aceptada por el mundo.
Es una pena que, en medio de tanto esfuerzo y dedicación, el altar quede como un símbolo de lo que la restauración pudo ser y no fue: un acto completo de amor y fidelidad a lo que Notre-Dame representa.
Ojalá algún día se rectifique este error y el altar esté a la altura de la catedral que lo alberga. Mientras tanto, no podemos sino lamentar este contraste, que no es solo estético, sino profundamente simbólico. Notre-Dame merecía algo mejor. Y nosotros también.
Por Jaime Gurpegui.
Miércoles 4 de diciembre de 2024.
Infovaticana.