Alessandro De Carolis – Ciudad del Vaticano
El valor del petirrojo, el título de uno de sus libros más conocidos, fue el suyo esta vez. El novelista Davide cuestiona la ética de la industria Goliat, de la que él mismo es miembro autorizado, en este caso la industria editorial, porque le repugna la cierta despreocupación con la que a veces esta industria evita investigar si parte de sus beneficios esconden situaciones inhumanas, si tras la finura de sus productos hay una cadena de violencia contra quienes los producen, si tras el brillo de la fachada se esconden historias invisibles de presas indefensas y depredadores crueles. La otra cara de la moneda se refleja en las conocidas convicciones del Papa, en cierto modo un «colega» y sobre todo una «voz fuerte» a la que podemos dirigir la pregunta que delata el dilema subyacente: «¿Vale la pena producir obras bellas y sabias si para ello necesitamos el trabajo de los esclavos?
En diálogo con Francisco
Se trata de un original e intenso diálogo a distancia que se ha desarrollado en los últimos días entre Maurizio Maggiani, escritor y periodista ligur, y Francisco, que ha querido responder al novelista con una carta -fechada el 9 de agosto, día en que la Iglesia celebra a Edith Stein, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, copatrona de Europa- a una cuestión planteada públicamente por el autor en una carta abierta, publicada el 1 de agosto en las columnas del Secolo XIX, que hoy publica la respuesta del Papa. Maggiani quiso compartir directamente con Francisco la «vergüenza» que sintió al enterarse, por una historia de crímenes, de que la producción de sus libros y los de otros autores pasaba también por una empresa del Véneto y la fábrica subcontratada del Trentino, ambas acusadas por la justicia de haber explotado con métodos criminales, «hasta lo indecible», escribe Maggiani, el trabajo de los trabajadores pakistaníes, literalmente embrutecidos.
«Me sentí avergonzado de mí mismo»
Maggiani, que se define como no creyente (conozco, escribe, «la fuerza profética que estalla» de Cristo «pero nunca he tenido el don, la gracia, de ser paciente durante tres días junto a su tumba, esperando con María de Magdala y notando la resurrección del hijo de Dios»), dice que se dirigió a Francisco por una serie de razones, entre ellas la de una sensibilidad compartida. «Las historias que me gusta contar y que siento el deber de contar», dice el novelista, «son las historias de los silenciosos, de los últimos y de los humildes», pero la indiferencia a su por qué encontrada en sus colegas, «como si fuera una cuestión ociosa», le empujó a dirigirla a «Su Santidad, porque -confiesa- con toda mi búsqueda no veo ninguna otra autoridad moral que además de tener voz fuerte esté dispuesta a escuchar, a preguntar antes de juzgar». Preguntarse por las implicaciones del horror que se produjeron en aquel moderno lager, construido sobre la piel de pobres inmigrantes con salarios de hambre, sin horarios de trabajo y sin derechos, a los que se les daba patadas y puñetazos si se atrevían a pedir respeto: «Me sentí avergonzado de mí mismo, de ser tan cuidadoso de mantener las manos limpias y de no utilizar productos sospechosos de explotación esclava, y sin embargo», admite el escritor, «nunca he reflexionado sobre la evidencia de que mi trabajo de novelista, tan noble», forma «parte de una cadena del sistema de producción, la que llamamos modestamente cadena de suministro, no diferente de cualquier otra, y por tanto susceptible de las mismas aberraciones».
Ver lo invisible
Francisco responde destilando uno de los pensamientos clave de su magisterio. No haces una pregunta ociosa -reconoció el Papa a Maggiani-, porque lo que está en juego es la dignidad de las personas, esa dignidad que hoy se pisotea con demasiada frecuencia y facilidad con el «trabajo esclavo», con el silencio cómplice y ensordecedor de muchos. Lo vimos durante el encierro, cuando muchos descubrimos que detrás de la comida que seguía llegando a nuestras mesas había cientos de miles de trabajadores sin derechos: invisibles y los últimos -¡aunque primeros! – escalones de una cadena que, para proporcionar alimentos, privó a muchos del pan de un trabajo decente». Pero en realidad, continúa Francisco, asociar este tipo de infamia a la literatura «es quizás más chocante» si lo que el Papa llama «pan de almas, expresión que eleva el espíritu humano», está «herido por la voracidad de una explotación que actúa en la sombra, borrando rostros y nombres». Así, si se publica algo que se basa en una injusticia es «en sí mismo injusto» y «para un cristiano -recuerda el Papa- toda forma de explotación es un pecado».
Las dos cosas que hay que hacer
La solución, sin embargo, no pasa por la rendición. «Renunciar a la belleza sería un retroceso a su vez injusto, una omisión del bien», dice Francisco, que sugiere una reacción basada en dos verbos. La primera es «denunciar» los «mecanismos de muerte», las «estructuras de pecado», llegando a escribir «incluso cosas incómodas para sacarnos de la indiferencia, para estimular las conciencias, perturbándolas para que no se dejen anestesiar por el «no me interesa, no es asunto mío, ¿qué puedo hacer si el mundo va así?». El segundo verbo es «renunciar». Al agradecer a Maggiani que haya escrito lo que ha escrito sin calcular los «rendimientos de la imagen», Francisco sostiene que, además del valor de denunciar, se necesita el valor de renunciar. Renuncia «no a la literatura y a la cultura -dice- sino a los hábitos y a las ventajas que, hoy en día, donde todo está conectado, descubrimos, debido a los perversos mecanismos de explotación, que dañan la dignidad de nuestros hermanos y hermanas». Es una señal poderosa», insiste, «renunciar a posiciones y comodidades para hacer sitio a los que no lo tienen». Llegar a «decir no, por un sí mayor», hacer «objeción de conciencia para promover la dignidad humana».