Hoy, a los 50 días de que Jesús resucitó, celebramos la fiesta de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Decimos y con toda razón, es la fiesta de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu que da vida, ese Espíritu que quita los miedos; un Espíritu que personifica el poder de Dios, ya que todo lo que hace es en la unidad con la Trinidad.
Como escuchamos en la primera lectura, San Lucas es más gráfico en su narración del día de Pentecostés y sobresalen algunos signos: “Estando los discípulos a puerta cerrada, de repente se escuchó un gran ruido que venía del cielo, entonces aparecieron lenguas de fuego que se posaron sobre ellos, se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron hablar en otros idiomas, según el Espíritu les inducía a expresarse”. Aquella comunidad estaba necesitada de un Pentecostés, para que el miedo cediera el lugar a la alegría, al valor; para que el egoísmo fuera suplantado por el amor. Era el primer Pentecostés cristiano; la Iglesia iniciaba a partir de ese acontecimiento su misión en la historia de la humanidad. Se acaban los temores; se empieza a predicar el Evangelio a todos. Aquella comunidad que duró paralizada por 50 días, ahora tiene un impulso de vital importancia.
El peligro que podemos correr en esta fiesta, es quedarnos maravillados con el don de lenguas. Hay estudiosos que dicen que ‘el lenguaje del amor’ es el entendido en todas las culturas. El lenguaje del amor, es el verdadero don de lenguas.
Pentecostés es la fiesta del desmoronamiento de los miedos; es la fiesta del gran impulso para continuar la obra iniciada por Jesús; es “la hora de la Iglesia”; es el momento de compartir la experiencia y lo aprendido del Resucitado.
El Evangelista san Juan nos presenta en su relato, el nacimiento de la Iglesia como una nueva creación. Al enviar a sus discípulos, Jesús
“sopla su aliento sobre ellos y les dice: Reciban al Espíritu Santo”. Recordemos que Dios creo al hombre de barro, luego sopló en su nariz el aliento de vida y así el hombre se convirtió en un ser viviente. Eso pasa con la primitiva Iglesia, el soplo de vida desciende sobre ellos; hace una comunidad viva y capaz de compartir la esperanza en una comunidad cargada de fraternidad.
Aquellos discípulos de estar encerrados, sin comprender lo que había pasado, al estar paralizados por el miedo, viene el Espíritu Santo y les da vida; derriba aquellos miedos y los lanza a la gran misión que les había encomendado Jesús.
Hermanos, sin el Espíritu de Jesús, nuestra Iglesia sería como un montón de barro sin vida; nos convertiríamos en una comunidad incapaz de introducir esperanza, consuelo. Podríamos expresar doctrinas, difundir fórmulas de fe, pero no comunicar el aliento de Dios a los demás, aliento que da vida. Sin el Espíritu de Jesús, podemos vivir en una Iglesia encerrada en sus principios, negando toda renovación, evitando soñar en grandes novedades; nos convertiríamos en una comunidad estática y controlada por el príncipe de este mundo. Preguntémonos: ¿Estamos viviendo las actitudes de la primera comunidad antes de Pentecostés o mostramos que el Espíritu Santo ha sido derramado sobre nosotros?.
En este mundo marcado por la indiferencia religiosa, por la apatía de acercarnos a las cosas de Dios, con la experiencia de ver que nos estamos deshumanizando, cómo no gritar: ¡Ven, Espíritu Santo!
¡Ven a tu Iglesia, libéranos de los miedos, libéranos de la mediocridad, libéranos de nuestras seguridades, libéranos de nuestras arrogancias y ambiciones!. Contamos con un Espíritu liberador, capaz de darnos vida. Como comunidad eclesial debemos reflexionar: ¿Cuáles serán las ataduras que nos impiden llevar el Evangelio a los demás? A nivel personal: ¿De qué deseo que me libere el Espíritu Santo? ¿Qué vicios o actitudes me impiden vivir como Dios quiere? ¿Cuáles son nuestras seguridades? ¿No será que seguimos a puerta cerrada? ¿Cuáles son nuestros miedos?
Hermanos, permitamos que el Espíritu Santo derribe nuestros miedos; permitamos que el Espíritu de la verdad nos guíe por sus caminos. No estamos solos, el Espíritu Santo prepara los corazones
para que nosotros los evangelicemos; hagamos lo que nos toca y dejemos que el Señor haga su parte.
A unos días de las elecciones, me atrevo a decir que hace falta un nuevo Pentecostés; necesitamos de ese Espíritu Santo que se derramó en cada discípulo que estaba en el cenáculo, que iluminó su interior y creó comunidad. Pues esta realidad que vivimos hay quienes no la ven, el Espíritu Santo nos ayudará a ver y ante la polarización el Espíritu Santo será el mejor actor de la unidad y vida en comunidad, ya que Pentecostés nos hace buscar y anhelar más lo que nos une que lo que nos separa, porque Pentecostés es el don fundante del Dios trino capaz de unir a los que estaban dispersos. Además, pidamos para que el Espíritu Santo toque los corazones de los servidores públicos que militan en la política y puedan iniciar a formar una comunidad marcada por el amor, el respeto y la unidad; que puedan comprender que las diferencias enriquecen, el dejar que otros piensen distinto no empobrece. Necesitamos salir de nuestros individualismos, de esa visión miope que tenemos de las cosas; necesitamos cambiar el rumbo, porque de seguir así, el deterioro social será cada vez peor.
Por eso hermanos, les invito a todos ¡celebremos al Espíritu Santo hoy! Tengamos la experiencia de una nueva creación, de un poder que verdaderamente nos llevará de la división a la unidad en la verdad y en el amor. Abrámonos a la acción del Espíritu de Jesús y dejemos que Él nos haga discípulos misioneros que vivamos y que proclamemos con alegría que la verdadera transformación, que conduce a la vida y no a la muerte, está en Cristo. Pensemos: ¿Qué podemos hacer para abrirnos a la presencia del Espíritu y así colaborar en la transformación a favor de la vida, siendo testigos del perdón, de la reconciliación y de la paz? Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!