Hoy, 2 de febrero, estamos celebrando la fiesta de la Presentación del Señor y la Iglesia ha unido a esta fiesta la Jornada de la Vida Consagrada. Felicito a todas las religiosas y los religiosos que han ofrecido su vida a Dios al consagrarse a Él mediante la profesión de los votos de castidad, pobreza y obediencia siendo así carisma profético en la vida de la Iglesia. Oramos por los consagrados y consagradas, que el Señor siga enviando trabajadores a su viña.
A propósito de la Presentación del Señor, recordemos que la ley del Levítico marcaba que todo primogénito estaba destinado al culto, a ser consagrado, pero una vez que fue instituido el sacerdocio con la tribu de Leví, se estableció que los primogénitos fueran rescatados, para mostrar que seguían perteneciendo al Señor. De allí que la Iglesia asocie a este episodio la consagración plena de sus hijos religiosos; y se ponga a Jesús como modelo de la vida consagrada.
El Evangelio nos narra el episodio donde José y María llevan a Jesús al templo para ofrecer un sacrificio en rescate y María realiza el rito de la purificación. Recordemos que toda mujer al dar a luz y entrar en contacto con la sangre, quedaba impura y tenía que abstenerse de entrar al templo o realizar algún rito de culto durante el tiempo de impureza; si el dado a luz era varón, a los 40 días la mujer podía realizar su purificación y si era niña tenía que durar 80 días. Si era varón y además era primogénito, tenía que ofrecer un sacrificio como rescate; lo normal era un cordero, pero la gente pobre ofrecía un par de tórtolas, que fue el sacrificio ofrecido por Jesús.
A los 40 días José y María se acercan al templo a cumplir con esas leyes religiosas. Han pasado cuarenta días en el silencio de Dios, ni sueños a José, ni ángeles a María; el Niño crece, llora, come, como todo niño de su edad. Son una pareja religiosa y allí en el anonimato, llegan como toda familia judía a presentar a su hijo a Dios y ofrecer el sacrificio como rescate y María para realizar el rito de su purificación. En ese lugar, aparecen dos personajes que profetizan sobre el Niño: el anciano Simeón y la profetiza Ana. Ellos se alegran por aquel Niño, hablan de su grandeza. Ese silencio de Dios es roto por aquellos ancianos; esa profecía vuelve a recordar a María, la grandeza del Niño que lleva en sus brazos; no le pertenece, trae una misión para la humanidad, una misión desgarradora, mientras que a unos elevará, para otros será su ruina.
Rasgos de Simeón: Se dice que él era “varón justo y piadoso, que esperaba la salvación de Israel (la cual era una esperanza claramente mesiánica); en él moraba el Espíritu Santo”. El Espíritu lo movía con sus inspiraciones, recibía revelaciones divinas de orden profético. Simeón, tomó al Niño en sus manos y estalló en un canto de júbilo, reconociendo en aquel Niño al Salvador del mundo; ahora ya podía morir contento, su vida estaba satisfecha. Aquel anciano se vuelve profeta, se lo anuncia a María, su Hijo sería el Salvador, pero sólo para aquellos que quieran aceptar su salvación. Su Hijo dividirá en dos la historia y en dos las conciencias. Ante su Hijo se tendrá que tomar partido, a favor o en contra. Ante Jesucristo, nadie puede quedar indiferente. El encuentro con Él provoca ineludiblemente
un posicionamiento, obliga a tomar una decisión. No por haber sido elegido (pertenecer al Pueblo de Israel o al nuevo Pueblo que es la Iglesia) se reciben los frutos de la salvación, sino porque se toma la decisión de optar por seguirlo a Él.
Simeón fue cruel con aquella jovencita, le anticipa el dolor: “Una espada atravesará tu alma”. No entendemos ¿por qué anticipar el sufrimiento? En María se unía la alegría de ser Madre del Salvador, pero también el sufrimiento. Estaba ofreciendo un par de tórtolas o dos pichones, pero también un millón de sufrimientos. Debió de ser duro escuchar aquellas palaras lacerantes del anciano Simeón; a María le hubiera gustado un Dios fácil, sencillo, un dios dulce y bondadoso que aleja los sufrimientos; pero ella no podía fabricarse una salvación a su gusto. Después de aquel día, hay silencio; María contemplaría aquel Niño que crecía en la normalidad y en su interior seguirían resonando las palabras de Simeón.
La actuación de la profetiza Ana la dejamos para otra reflexión.
Los dos ancianos, hacen que aquella pareja no olvide el origen y la misión del Niño, pero también, el sufrimiento que causará a su Madre. María fue elegida por Dios para formar parte activa de sus planes, pero no mitigó ninguno de los sufrimientos que le correspondían. La condición humana, al cumplir con la propia misión, nos lleva a padecer dolor y sufrimiento, la Virgen María no fue la excepción. El anciano Simeón le anunció: “Una espada atravesará tu alma” y la Virgen experimentó el filo de esa espada, dando inicio con la huida a Egipto y terminando al pie de la cruz. María a pesar del filo de aquella espada, permaneció firme a su misión. Como Madre, retuvo a Jesús a los 12 años, ya que Él deseaba empezar su misión: “No saben que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre”, les dijo en el templo; como Madre lo empujó a la misión en las bodas de Caná: “Hijo, no tienen vino”, le dijo. Su sabiduría de Madre, la condujo a actuar de la manera correcta en cada momento de la vida de su Hijo. Mamás, nunca olviden que traer un hijo al mundo, trae alegrías y tristezas; María lo experimentó con su Hijo. Ánimo en la formación de sus hijos, disfruten de sus alegrías y participen con fortaleza en sus tristezas.
Hermanos, los judíos realizaban sus prácticas religiosas con todo el corazón, así lo vemos en José y María, van al templo llenos de gratitud y de gozo a cumplir lo que les correspondía. Allí Jesús es reconocido como la luz que ilumina las naciones; esta tarea que Simeón indica sobre Jesús de Nazaret, es la que hemos de cumplir todos sus discípulos. Como cristianos estamos llamados por vocación a ser signos de luz y de liberación en el mundo y en medio de las realidades donde nos encontremos inmersos. Somos invitados a ser portadores de fe y de esperanza, frente a tanta angustia, sufrimiento y muerte que se impone. La invitación es a ser testigos de la vida, la luz, la justicia y la felicidad en medio de las situaciones adversas que se presentan. Ser como Jesús y vivir como Él vivió, es llegar a ser luz en medio del mundo y de su oscuridad, teniendo presente lo que decía San Francisco de Asís: ‘Toda la oscuridad del mundo, no puede apagar la luz de una sola vela’.
Hermanos, no dejemos de irradiar la luz de Cristo, que desde nuestro bautismo fue encendida en nosotros.
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!