Muerte de Cristo, la coherencia de su vida…

Guillermo Gazanini Espinoza
Guillermo Gazanini Espinoza

Un proceso hecho de noche. De compararlo con nuestros actuales esquemas legales sería una violación de todas las prerrogativas fundamentales del procesado; no obstante el paso de los siglos, nos esforzamos por conocer qué resultó mal y cómo un hombre que pasó haciendo el bien fue condenado a tal pena tan desmedida y cruel sin posibilidad de defensa o apelación alguna. ¿Por qué fue condenado Cristo?

Se han escrito ríos de tinta sobre las causas de la condena. Sobre Jesús pesaban envidias religiosas y políticas.
Mt 26, 3-5 nos dice de la conspiración de los líderes religiosos contra el nazareno y su grupo. El Evangelio de Mateo dice que sería preso antes de las fiestas para evitar cualquier agitación o amotinamiento indicándonos cuál era el estado de efervescencia política de un territorio sometido.

Lc 22, 2 afirma el “miedo” de los jefes de los sacerdotes y maestros de la Ley y, como solución a sus problemas, se recurre a lo que siempre ha sido una solución de los cegados por el poder: La traición. ¿Cómo llegaron a Judas y por qué 30 monedas de plata los deslumbraron? Nunca lo sabremos, pero él pone a su Maestro en charola de plata para revelar sus movimientos y cómo podría ser viable la captura de Jesús sin propiciar mayores agitaciones y sin comprometer la estabilidad de las fiestas pascuales (Lc 22, 5-6). El prendimiento estaba en marcha, capturado de noche, solo advertido por el beso de la traición.

Jesús mismo toma defensa de su causa para descargar contra quienes son juez y parte. Sus respuestas contundentes, pero su mayor estrategia es el silencio. En uno de los interrogatorios afirmó el carácter público de sus enseñanzas en el templo y sinagogas donde se reúnen todos (Jn 18 20-21), echa mano de lo que parece el uso de un recurso a su favor, el de los testimonios (Jn 18, 21). Ante tal defensa, la acción fue una bofetada del guardia protegiendo a la autoridad, sin embargo, resiste con argumentos más lógicos que jurídicos ante la pérdida del sentido común. (Jn 18, 23)

El jurista mexicano Ignacio Burgoa Orihuela escribió el “El Proceso de Cristo” (Porrúa, 2005), monografía que quiere desentrañar las presuntas irregularidades de la condena de Cristo que no observaron elementales reglas y mandamientos conforme a los libros de la ley:  Indefensión del acusado, diurnidad de los juicios (Jesús compareció de madrugada ante la reunión de sacerdotes, así lo supone Lc 22, 61 cuando, en las negaciones de Pedro, describe el canto del gallo), desahogo parcial de pruebas y la ausencia de la votación de la pena condenatoria pasándola por alto. Mt 26, 65 indica la sentencia del juicio, la pena máxima por blasfemia; sin embargo, debería ser cumplimentada por el procurador de Roma.

La segunda parte era la comparecencia ante la autoridad civil superior, la del procurador. Judea fue subyugada por Roma en el 63 a. C por la acción militar de Pompeyo Magno, aliado de Julio César en la recta final de la República. Al decretarse la dictadura y el imperio, los territorios conquistados guardaron la condición de provincias regidas por procuradores imperiales o senatoriales.

Poncio Pilato fue procurador por diez años desde el 26 d.C cuando Tiberio lo designó a la provincia. Muchos intentan hacer una radiografía teniendo como punto de referencia algunas fuentes apócrifas como las Actas del proceso de Jesús y el Evangelio apócrifo de la muerte de Pilato. Hasta nuestra perspectiva, el Procurador nos llega por interpretaciones cinematográficas en torno a la vida de Cristo, gobernador impasible, personaje necio que afronta al condenado y, en otras interpretaciones, hasta el benevolente para salvar a un hombre al que estima como todo, menos de peligroso. Con todas las argucias jurídicas, quier liberar al reo pasándolo por los azotes y disuadir a sus captores después de la brutal golpiza sin provocar la muerte.

Pilato interroga a Jesús y el diálogo muestra un carácter filosófico y sobrenatural más que jurídico (Jn 18, 30-38). El derecho penal romano tenía una tipicidad en cuanto a la división de los delitos aplicados en cualquier parte del imperio. Desde los tiempos de la República, las infracciones podía ser públicas, llamadas crimina y privadas, delicta. Los delitos públicos ponían en peligro a la comunidad aunque en el imperio, los pretores extendieron esta característica a los delitos privados como podría ser, por ejemplo, la composición de canciones o versos satíricos sediciosos. En consecuencia, un delito público se perseguía oficiosamente o por denuncia de cualquier ciudadano y se sancionaba con penas humillantes disuasivas: decapitación, ahorcamiento, crucifixión, despeñamientos. Tales delitos tenían su origen bajo circunstancias religiosas o militares particularmente.

Pilato será recordado hasta nuestros tiempos por el pragmatismo político. El diálogo con Jesús sobre la Verdad parece desentrañar el significado último para impedir la condena a la cruz. En las Actas de Pilato, tenidas como protocolos del proceso de Jesús y de las cuales nos informa Eusebio de Cesarea (263-339), el procurador buscó la forma de dar salida al juicio; sin embargo, los acusadores judíos remiten a Jesús por ser un acusado de mesianismo y sedición, esos son delitos públicos según el derecho romano. Los captores del nazareno amenazan a Poncio Pilato con llevar el asunto al mismo emperador si no procura la paz de la provincia. La intimidación hace ceder a Pilato al punto de lavarse las manos (Mt 27, 24) como desprendimiento de su autoridad, símbolo ajeno a cualquier recurso de derecho, y que sirvió para alimentar la leyenda negra contra los judíos acusados de deicidio. En cualquier caso, la condena concreta tiene por causa la sedición castigada con la crucifixión, pena romana, herencia de los asirios y usada por Alejandro Magno.

Sin embargo, el destino de Jesús no tiene sencillamente una causa fatalista que desemboca en el fracaso total. Es claro que, en ese momento, todo estaba destinado a la destrucción y al miedo porque el proyecto de Jesús terminaría pendiendo en el madero del suplicio.

A pesar de la crueldad, Cristo murió como había vivido, su sacrificio es iniciativa propia en actitud de servicio, prescindiendo de sí mismo, sin defensa alguna que pudo haberle sacado del patíbulo para enseñar el motivo radical de su paso por este mundo. En otras palabras, morir por la convicción de un mensaje nada común.

En la cultura del individualismo y el hedonismo, de las satisfacciones inmediatas y del culto a la personalidad, del aislamiento y la interconexión, de la filosofía líquida y etereidad, es muy fácil caer en la tentación que fácil acaba con la palabra y se burla de la buena fe.

El escándalo estriba en la férrea fidelidad de Jesús Hombre a su misión que nos sigue conmoviendo hasta nuestros días, pero más allá, el prendimiento y muerte de un justo mueve a la meditación sobre este servicio del Hijo de Dios hecho hombre. Como sea, comprender por qué alguien dará la propia vida bajo un dolor al límite del paroxismo y una muerte tan ruin al borde del morboso espectáculo, guarda una lógica incomprensible. Él se dijo “Hijo del Hombre”, expresión que, según Joseph Ratzinger en “Jesús de Nazareth” (Planeta, 2007), Cristo usó para compenetrarnos en su misterio haciéndolo accesible poco a poco. “Nuevo y sorprendente”, afirma el desaparecido Benedicto XVI, para conducirnos al estupor que “solamente puede descubrirse siguiéndole a Él”.

Hoy en un país ahogado por la sangre y la violencia en el que hemos normalizado el dolor y la tortura, quizá el hecho de ver el cadáver de Cristo como despojo de sangre no llame más la atención para muchos, pero en esa misteriosa pedagogía encontramos el significado más profundo del sacrificio incomparable. Al contrario de lo que pasa en nuestro país, a Él no le quitan la vida, la entrega, es la existencia de la del enviado del Altísimo, la del Hijo de Dios (1Jn 4, 8) y del Amor mismo que tomó carne por nosotros (Rm 8,31). Y muchos lo ven como locura, como absurdo no obstante pasan los siglos que no pueden borrar la más grande historia que nos permite volver a nuestra conciencia humana. Como afirma Ratzinger: “Su muerte, por todos, traspasa los límites del tiempo y lugar…” Se actualiza y hace realidad, la universalidad de su misión proviene de Dios porque Él es Dios “portador de la verdadera humanidad”.

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