Morir es el tiempo de la cosecha de Dios; muchos se apegan a lo mundano, en vez de apegarse al Señor: arzobispo Rodríguez Vega (Yucatán, México).

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Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo décimo primero del Tiempo Ordinario.

Le agradecemos al Señor que la esperada jornada de las elecciones se realizó con una gran participación en un espíritu de gozo, en un ambiente de paz, con algunas pocas excepciones. El acontecimiento es en sí mismo positivo, ya que la inmensa mayoría del pueblo mexicano quedó satisfecha con los resultados, porque fue realizado por ciudadanos sirviendo en las casillas, con la guía de las autoridades del Instituto Nacional Electoral (INE), cuya imagen quedó fortalecida.

Ahora encomendemos a todos los gobernadores, presidentes municipales y diputados elegidos, para que correspondan a la confianza que el pueblo depositó en ellos, y si son creyentes, estén convencidos que la misión y encomienda les viene de Dios, a través del voto popular. Si alguien se preocupa de las cuentas que deberá rendir al pueblo al término de su mandato, más le debe preocupar las cuentas que deberá rendir ante el Señor, pues “al que mucho le confió, le pedirá mucho más aún” (Lc 12, 48).

La primera lectura dominical, que siempre pretende conectar con el santo evangelio del domingo, hoy está tomada del Libro del profeta Ezequiel, quien en su predicación desarrolla la figura de un árbol plantado por Dios, nuestro Señor, y lo hace tomando un renuevo de un gran cedro, de la rama más alta, para ir a plantarlo al monte más alto de Israel. De ello resultará un gran árbol lleno de frutos, bajo cuyas ramas se podrá descansar.

El significado de esta imagen es que la obra buena en el pueblo de Israel, es obra de Dios, y que con su acción humilla a otros pueblos que han seguido su propio camino, elevando así a los pequeños. En otras palabras, los criterios de Dios no son los criterios del mundo. Dios se revela al pueblo más insignificante y camina con él, mientras que otras grandes potencias tarde o temprano van desapareciendo o disminuyendo. Israel será el más rico en el conocimiento y la amistad de Dios. De hecho, muchos hombres y mujeres de otros pueblos se adhirieron como prosélitos a Israel compartiendo su fe en el único Dios verdadero

El Salmo 91 nos declara que cada hombre bueno, cada hombre justo, es una obra de Dios, y es comparado con una planta de palma o con un cedro, grande y colmado de frutos. Dice que: “Los justos crecerán como las palmas, como los cedros en los altos montes; plantados en la casa del Señor, en medio de sus atrios darán flores”.

Esta obra de Dios es para toda la vida, y Él quiere ir perfeccionando su obra con el paso del tiempo. Se trata de crecer sin estancarse, sin dejar de dar fruto. Los hombres y mujeres de Dios siempre deben seguir creciendo, como dice el salmo: “Seguirán dando fruto en su vejez, frondosos y lozanos como jóvenes, para anunciar que, en Dios, mi protector, ni maldad ni injusticia se conocen” (Sal 91). Para el justo no hay suficiente vida, nunca se sentirá satisfecho, nunca terminará de crecer, pues cada día que amanece por la voluntad de Dios, es un nuevo reto para crecer y dar fruto.

Jesús se esfuerza por dar a conocer el Reino de Dios mediante parábolas, para alcanzar así los corazones de todos, especialmente de los más pequeños y sencillos; y si su mensaje está al alcance de los sencillos debe estar al alcance de todos. Él se dirige a las mayorías de Judá, que son el pueblo dedicado a la siembra. Además, la siembra tiene un aspecto maravilloso, milagroso, que sólo los sencillos pueden admirar. Éste es el milagro de la vida que ocurre en el interior de la tierra con la semilla sembrada.

Jesús tiene la oportunidad de profundizar con sus discípulos para darles más claridad sobre el significado de cada una de las parábolas, porque ellos están a tiempo completo con el Maestro, gozando de ese privilegio. Hoy en día también hay muchos que gozan del privilegio de una mayor cercanía con Jesús y con la Iglesia, por lo cual pueden profundizar en sus enseñanzas. Este es un privilegio inmerecido y comprometedor porque, de nuevo, “al que Dios le dio mucho le pedirá mucho más” (Lc 12, 48).

Jesús en el evangelio describe el proceso de la siembra, y lo que sucede luego, como un milagro, el milagro de la vida que acontece dentro de la tierra, sin que el hombre participe ya. Dice el texto que “pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha” (Mc 4, 27-29).

Un biólogo sin fe, así como cualquier persona sin fe, puede explicar esto como un fenómeno químico; pero en cambio, los creyentes, tanto biólogos como los que tienen cualquier otra o nula instrucción, simplemente vemos la mano del Creador en esta obra. El tiempo de la cosecha es el fin del mundo, el juicio final; aunque cada uno en particular al morir va experimentando su propio fin y su juicio particular. Morir es, pues, el tiempo de la cosecha de Dios.

La otra parábola del evangelio de hoy es la de la “Semilla de mostaza”, la cual, siendo tan pequeña, se transforma al ser sembrada, en un árbol grande, capaz de dar sombra y cobijo a los pájaros. Lo mismo sucede con el Reino de Dios y con todas sus obras.

Como explica el Pbro. Manuel Ceballos en nuestro misal diocesano mensual: “Así pues, las parábolas de la semilla y del grano de mostaza contienen la idea de crecimiento, con diversas posibilidades de aplicación: la de la semilla habla de la eficacia intrínseca del Reino y de su desarrollo progresivo; y la del grano de mostaza, de la desproporción entre el origen, cuando es la más pequeña de las semillas, y el final, cuando es como un árbol grandioso”.

“La semilla es fecunda, pero necesita que nosotros seamos la tierra buena que la acoge; después, vendrá el fruto de la virtud: ‘Cuando concebimos buenos deseos, echamos las semillas en la tierra; cuando comenzamos a vivir bien, somos hierba, y cuando, progresando en el buen actuar, crecemos, llegamos a ser espigas, y cuando ya estamos firmes en la virtud con perfección, ya llevamos en la espiga el grano maduro’ (San Gregorio Magno)”.

La segunda lectura, tomada de la Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, nos dice que mientras vivimos en este mundo estamos desterrados, porque nuestra verdadera patria es la del cielo. Por eso dice san Pablo que: “Estamos, pues, llenos de confianza y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor” (2 Cor 5, 8). Esto lo dice un santo en plenitud, un creyente con fe total, porque los demás parece que nos sentimos muy agusto con las cadenas de este mundo, apegándonos a las personas y a las realidades mundanas, en lugar de apegarnos a Dios y de experimentarnos como verdaderos migrantes que van de camino por este mundo hacia la tierra prometida.

El pasado jueves 10 y viernes 11 de junio, nos reunimos un grupo de obispos, sacerdotes, religiosas y laicos de la Red CLAMOR (Red Eclesial Latinoamericana y Caribeña de Migración, Desplazamiento, Refugio y Trata de Personas), la cual agrupa a todas las personas y grupos de Iglesia en Latinoamérica, que trabajamos en favor de los migrantes, especialmente aquellos que son víctimas de migración forzada o de trata de personas.

Es bueno que todos los miembros de la Iglesia y de la sociedad giremos nuestra cabeza para mirar a estos hermanos y hermanas nuestros, entre ellos tantos niños, que se ven forzados a emigrar, y que recordemos la sentencia del Señor que dijo: “Vengan benditos de mi Padre, tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde antes de la creación del mundo… porque fui migrante y me acogieron” (Mt 25, 34-36).

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

 

+ Gustavo Rodríguez Vega.
Arzobispo de Yucatán.

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