Un Estado democrático supone la existencia de paz social. Sin esta, el Estado incumple su cometido prioritario para el ciudadano: brindarle seguridad. En México no hay paz: el territorio nacional está manchado con la sangre de 11.595 asesinatos perpetrados en los cuatro primeros meses de 2021.
Sólo en este último mes de mayo, hubo 2.462 víctimas de homicidio doloso en México, lo que representa un promedio de 79 homicidios por día.
Las cifras hablan de un gobierno que ha optado por la fallida política de «dejar hacer, dejar pasar», en un país donde los cárteles de narcóticos y de tráfico de personas pueden hacer lo que quieran, sin ser tocados.
Los ciudadanos cada día son más vulnerables ante el crimen organizado. Y los políticos no gozan de inmunidad ante las balas. Al menos 80 han sido asesinados en lo que va de la temporada electoral en México.
Uno de los homicidios más sonado fue el del exgobernador del pujante estado de Jalisco, Aristóteles Sandoval. A partir de este hecho, el actúa mandatario estatal, Enrique Alfaro, no ha asomado cabeza, está como escondido, o al menos no tan expuesto en medios nacionales como solía.
Los candidatos a puestos de elección popular tampoco están a salvo en estas decisivas elecciones intermedias. Al menos 30 aspirantes han sido ejecutados.
El indignante caso de una mujer, Alma Barragán, candidata de Movimiento Ciudadano a la alcaldía de Moroleón, Guanajuato, quien fue balaceada en pleno mitin –micrófono en mano– no encontró tiempo para conmover al gran público mexicano, ante la vorágine imparable de asesinatos impunes.
En estas circunstancias, nos preguntamos: ¿Se llevan a cabo unas elecciones “democráticas” en México? La respuesta es no. El nuevo gran elector es la violencia. La violencia vota.
Hemos referido las cifras de los asesinatos. Pero esa no es la única forma de violencia. Eso es sólo un retrato de lo más notorio. La cabeza de iceberg. Pero abajo hay violencia que coacciona, que presiona, que impide postulaciones, que impone otras, que decide muy por encima de los ciudadanos y las instituciones.
Toda esa corriente subterránea de presiones pareciera ser ignorada por las autoridades. El “México bronco” nunca se fue totalmente, sólo dormía mientras las instituciones de la democracia le velaban el sueño, pero hoy que estas son derruidas, la bestia está de regreso –con el beneplácito del gobierno–.
Acaso por la gravedad de los hechos haya venido a México Joseph Burns, director de la CIA. Visita oficial que se difundió como no se había hecho antes alguna otra por parte de esa agencia.
Quizá al gobierno le convenga hacerse de la vista gorda, porque un clima de violencia impune inhibe la participación ciudadana en las decisiones gubernamentales, y también la salida de la gente para votar. Un esquema que privilegia que las huestes del oficialismo operen a sus anchas.
En estas elecciones se juega si México se sumerge en un presidencialismo atroz, dictatorial, y se encierra en una economía centralizada, o si es capaz de mantener la llama de su sistema de instituciones democráticas, autónomas –sobre todo las electorales–, la división de poderes de la Unión y un liberalismo económico.
Está en juego la posibilidad de la modernización de los sistemas político y socioeconómico del país. De que México sea protagonista del núcleo de naciones que serán el eje de la economía mundial en los próximos 50 años, o bien, rezagarse por tiempo indefinido bajo el sopor de la pesadilla socialista.
Porque, viéndolo bien, el gobierno de AMLO tiene como único objetivo concentrar el poder para perpetuarse y cada paso que da abona para este fin. Ya le ha aflojado los dientes a la mayoría de los organismos autónomos amenazando con hacerlos desaparecer.
Mucha de su fuerza radicará en poder tener el control de la Cámara de Diputados. Si bien hay elecciones para 15 gubernaturas, y Morena podría ganar más de la mitad de las mismas, al tabasqueño lo que más le importa es contar con la palanca que le significa su fracción del Congreso.
Controlando los estados a través de gobernadores surgidos de su movimiento-partido, o incluso de otros partidos a los que ha logrado reducir, impone las políticas públicas federales por encima de las estatales y mantiene centralizado el manejo presupuestal.
Los programas locales, entonces, estarán supeditados a su gobierno, y al servicio de construir la gran clientela electorera de Morena.
Algunos en los partidos de oposición se han rendido ya, sintiendo el calor de la persecución política, o habiendo sido defenestrados en la conferencia mañanera por AMLO, donde la quema de brujas es cotidiana.
Sin embargo, aún quedan muchos valientes en una verdadera resistencia para salvar a México del socialismo, ese que se queda por décadas y empobrece a los ciudadanos, roba sus libertades, y sus derechos humanos, como ha pasado en Bolivia, Venezuela, Nicaragua y Cuba.
Pero lo que más le quita el sueño a AMLO es lograr las mayorías necesarias en la Cámara de Diputados para hacer reformas a la Constitución, entre las cuales figura en primer lugar, por supuesto, la reelección presidencial.
Claro, como ese término tiene connotaciones históricas negativas -Francisco I. Madero en 1910 usó la frase: “Sufragio efectivo, no reelección”, y AMLO se dice “maderista”-, así que habrán de legislar para que haya “extensiones” del periodo presidencial, a “petición” de pueblo.
Estamos frente las últimas elecciones auténticas antes de la dictadura socialista, sí, pero la resistencia opositora se mueve en un tablero con cartas marcadas a favor del gobierno, donde la violencia es usada para amedrentar directa o indirectamente al electorado. Un gobierno indolente ante el dolor ajeno, enamorado de sí mismo y del poder, con sangre y sueños socialistas. Lejano al verdadero respeto a los derechos humanos.
Por: Raúl Tortolero / La Gaceta de la Iberosfera