Mario Vargas Llosa relata el acoso sexual del hermano lasallista Leoncio

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Para respaldar a las víctimas, el Premio Nobel de Literatura peruano recordó esta semana el episodio de su niñez en un colegio de los Hermanos de La Salle. Publicamos la versión original, como la escribió en sus memorias tituladas “El pez en el agua”.

A fines de 1948, cuando habíamos dado ya los exámenes finales del primero de media — hacia principios o mediados de diciembre—, algo me ocurrió en La Salle que tuvo un demorado pero decisivo efecto en mis relaciones con Dios. Éstas habían sido las de un niño que creía y practicaba todo lo que le habían enseñado en materia de religión, y para quien la existencia de Dios y la naturaleza verdadera del catolicismo era tan evidente que ni siquiera se le pasaba por la cabeza la sombra de una duda al respecto. Que mi padre se burlara de lo beatos que éramos yo y mi mamá sólo sirvió para confirmar esa certidumbre. ¿No era normal que alguien que a mí me parecía la encarnación de la crueldad, el mal hecho hombre, fuera incrédulo y apóstata?

No recuerdo que los Hermanos de La Salle nos abrumaran con clases de catecismo y prácticas piadosas. Teníamos un curso de religión —el que nos dio el Hermano Agustín, en segundo de media, era tan entretenido como sus lecciones de historia universal y a mí me incitó a comprarme una Biblia—, la misa de los domingos y alguno que otro retiro en el año, pero nada que se pareciera a esos colegios célebres por el rigor de su instrucción religiosa como La Inmaculada o La Recoleta.

Alguna vez los Hermanos nos hacían llenar cuestionarios para averiguar si habíamos sentido el llamado de Dios, y yo respondía siempre que no, que mi vocación era ser marino. Y, en verdad, nunca experimenté, como alguno de mis compañeros, crisis y sobresaltos religiosos. (Más:

Recuerdo la sorpresa que fue, en mi barrio, ver una noche que uno de mis amigos se echaba de pronto a llorar a sollozos, y cuando Luchín y yo, que lo calmábamos, le preguntamos qué le ocurría, oírle balbucear que lloraba por lo mucho que los hombres ofendían a Dios. No pude ir a recoger la libreta de notas, ese fin de año de 1948, por alguna razón. Fui al día siguiente. El colegio estaba sin alumnos. Me entregaron mi libreta en la dirección y ya partía cuando apareció el Hermano Leoncio, muy risueño.

Me preguntó por mis notas y mis planes para las vacaciones. Pese a su fama de viejito cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por su figura pintoresca, su cara colorada, su rulo saltarín y su español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él.

Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos. Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos.

Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero. Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza.

No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las hojeábamos a solas. Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta. Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene.

Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar «¡Suélteme, suélteme!» con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como «pero, por qué te asustas».

Salí corriendo hasta la calle. ¡Pobre Hermano Leoncio! Qué vergüenza pasaría él también, luego del episodio. Al año siguiente, el último que estuve en La Salle, cuando me lo cruzaba en el patio, sus ojos me evitaban y había incomodidad en su cara. A partir de entonces, de una manera gradual, fui dejando de interesarme en la religión y en Dios.

Seguía yendo a misa, confesándome y comulgando, e incluso rezando en las noches, pero de una manera cada vez más mecánica, sin participar en lo que hacía, y, en la misa obligatoria del colegio, pensando en otra cosa, hasta que un día me di cuenta de que ya no creía. Me había vuelto un descreído. No me atrevía a decírselo a nadie, pero, a solas, me lo decía, sin vergüenza y sin temor.

Sólo en 1950, al entrar al Colegio Militar Leoncio Prado, me atreví a desafiar a la gente que me rodeaba con el exabrupto: «Yo no creo, soy un ateo.» El episodio aquel con el Hermano Leoncio, además de irme desinteresando de la religión, aumentó el asco que sentía por el sexo desde aquella tarde en el río Piura en que mis amigos piuranos me revelaron cómo se fabricaban a los bebes y cómo venían éstos al mundo.

Era un asco que ocultaba muy bien, pues tanto en La Salle como en mi barrio hablar de cachar era un signo de virilidad, una manera de dejar de ser niño y pasar a hombre, algo que yo deseaba tanto como mis compañeros y acaso más que ellos. Pero aunque hablara también de cachar y me jactara, por ejemplo, de haber espiado a una muchacha mientas se desvestía y habérmela corrido, esas cosas me repugnaban.

Y cuando, alguna vez, para no quedar mal lo hacía —como una tarde, en que bajamos por el acantilado con media docena de chicos del barrio a celebrar un concurso de pajas ante el mar de Miraflores, que ganó el astronáutico Luquen— me quedaba después un disgusto de días.

Enamorarse no tenía que ver para mí, entonces, absolutamente nada con el sexo: era ese sentimiento diáfano, desencarnado, intenso y puro que sentía por Helena. Consistía en soñar mucho con ella y fantasear que nos habíamos casado y viajábamos por sitios bellísimos, en escribirle versos e imaginar apasionadas situaciones heroicas, en las que yo la salvaba de peligros, la rescataba de enemigos, la vengaba de ofensores. Ella me premiaba con un beso.

Un beso «sin lengua»: habíamos tenido una discusión al respecto con los chicos del barrio y yo defendí la tesis de que a la enamorada no se podía besarla «con lengua»; eso sólo a los plancitos, a las huachafitas, a las de medio pelo. Besar «con lengua» era como manosear, y ¿quién que no fuera el peor de los degenerados iba a manosear a una chica decente? Pero si el sexo me asqueaba, participaba en cambio de la pasión de los amigos del barrio por andar bien vestido, calzado y, si hubiera sido posible, con esos anteojos Ray Ban que volvían a los muchachos irresistibles para las chicas.

 

* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo editorial, sello Alfaguara (2016). La primera versión de estas memorias de Mario Vargas Losa fueron editadas en España por Seix Barral en 1993.

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