“Los quiero conmigo en el cielo”: Jesús no quiere vivir nada sin nosotros

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

El hombre moderno, esclavizado a las comodidades y beneficios de este mundo, ve con desprecio y sospecha nuestro deseo del cielo. Lo interpreta como una especie de fuga de este mundo, como falta de realismo, como signo de inadaptación, como simple ilusión. Le cuesta trabajo entender que la fe abre los horizontes y nos hace vislumbrar, sin dejar de amar y disfrutar de esta vida, que estamos de paso en este mundo y que somos peregrinos hacia la casa paterna.

Jesús, que se presenta como el camino, la verdad y la vida, nos ha mostrado la senda para llegar al cielo, para reunirnos con Él eternamente en el paraíso. No dejamos de pensar en el cielo porque el Señor Jesús nos habló de él y nos enseñó a desearlo.

         No es solamente nuestro deseo, sino el anhelo del Señor de reunirnos con él en el cielo. Antes que nosotros comencemos a hablar y anhelar el cielo, Jesús ha sembrado este deseo en nuestro corazón, como lo reconocía con su habitual inocencia Santa Teresita del Niño Jesús:

“El buen Dios no puede inspirar deseos irrealizables, por eso puedo, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad; llegar a ser más grande me es imposible, he de soportarme tal y como soy, con todas mis imperfecciones; sin embargo, quiero buscar el medio de ir al Cielo por un camino bien derecho, muy breve, un pequeño camino completamente nuevo. Quisiera yo también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, porque soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección”.

Los santos se expresan de esta manera ante la promesa de Jesús que nos infunde la paz: “No pierdan la paz. Si creen en Dios, crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Si no fuera así, yo se lo habría dicho a ustedes, porque ahora voy a prepararles un lugar. Cuando me haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los llevaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes. Y ya saben el camino para llegar al lugar a donde voy” (Jn 14, 1-4).

Qué hermoso descubrir que Jesús no quiere vivir nada sin nosotros y nos quiere con él en el cielo. Ese mismo ejemplo imitaron los mártires, como San Esteban, y los santos como el Beato Miguel Agustín Pro, San Maximiliano María Kolbe, san Pablo Miki, etc., que perdonaron a sus asesinos para asegurarles un lugar en el paraíso.

Santa María Goretti, en el lecho de muerte, llegó a decir de su asesino Alessando Serenelli: “Sí, lo perdono por el amor de Jesús, y quiero que él también venga conmigo al paraíso. Quiero que esté a mi lado… Que Dios lo perdone, porque yo ya lo he perdonado”.

         Imitan perfectamente al Señor porque el amor no quiere que nadie se pierda, así como Jesús que en la cruz perdonó a todos los que procuraron su muerte y rescató con su misericordia a uno de los ladrones. Cuando le dijo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43), no le ofreció únicamente llevarlo a la gloria, sino estar con él porque el cielo es estar con Jesús.

         Este deseo del cielo, que ha sembrado Jesús en nuestros corazones, no nos lleva a vivir apocados ni resignados por el estado de las cosas del mundo, ni tampoco a asumir el cielo como una especie de escapatoria ante el deterioro del mundo y los fracasos que experimentamos. El cielo no es una huida, sino la promesa de Jesús que nos permite asumir con alegría nuestra peregrinación en este mundo, para hacer realidad los valores del cielo en la vida presente.

Por eso: “La felicidad del cielo es para los que saben ser felices en la tierra”, como decía San Josemaría Escrivá. Y Santa Teresita también vinculaba el cielo y la tierra afirmando: “Quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra”. Por su parte, San Ignacio de Loyola lo planteaba de esta manera: “El que lleva a Dios en su corazón lleva el cielo con él dondequiera que va”.

Más que huir de la realidad, el anhelo de la vida eterna nos hace vivir con verdad y plenitud realizando la obra de Dios, como reflexiona Benedicto XVI: “Solo la fe en la vida eterna nos hace amar verdaderamente la historia y el presente, pero sin apegos, en la libertad del peregrino que ama la tierra porque tiene el corazón en el cielo”.

Pensar en el cielo no nos separa de las cosas del mundo, como lo explica San Josemaría Escrivá: “La esperanza no me separa de las cosas de esta tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo”.

Por eso, nada debe apartarnos de este deseo ni desviarnos de la meta de nuestras esperanzas, para que luchemos incesantemente por la gloria del cielo: “Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare” (Santa Teresa de Ávila).

Podemos tener la certeza de que el Señor, en el momento de llamarnos a su presencia, irá mucho más allá de nuestras expectativas. ¡Qué no hará el Señor para superar la expectativa que tenemos del cielo! Santa Teresita lo expresaba así: “Me he formado una idea tan alta del cielo, que a veces me pregunto cómo se las arreglará Dios, después de mi muerte, para sorprenderme”.

         Hay que pedirle al Señor que aumente nuestra fe y nos conceda infinitas ganas de cielo. Para ser más fervientes en esta súplica podemos hacer nuestra la oración que San Francisco de Sales pone en boca de San José: “Señor, acuérdate, si te place, que cuando viniste del cielo a la tierra yo te recibí en mi casa, en mi familia, y desde que naciste te recibí en mis brazos. Ahora que debes ir al cielo, condúceme contigo: yo te recibí en mi familia, recíbeme ahora en la tuya ya que vas allá. Te he llevado en mis brazos, tómame ahora en los tuyos, y como yo tuve el cuidado de alimentarte y conducirte durante el curso de la vida mortal, cuida de mí y condúceme a la vida inmortal”.

         Los santos y los poetas han sabido desentrañar las realidades trascendentes. C. S. Lewis decía que: “El hecho de que nuestro corazón anhele algo que la tierra no puede darnos es prueba de que el cielo debe ser nuestro hogar”. Por eso, nos identificamos con los versos de Henry Van Dike que explican lo que sentimos, el anhelo del cielo que el Señor Jesús ha infundido en nuestro corazón porque no quiere vivir nada sin nosotros:

“Quien busca el cielo
solo por la salvación de su alma,
tal vez siga el camino adecuado,
pero no logre el objetivo.
Mientras los que caminan enamorados,
quizás den mil rodeos,
pero Dios los llevará
donde están los bienaventurados”.

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