Los primeros cristianos vencieron muchos obstáculos con su empeño y con su amor a Cristo, y nos señalaron el camino: su firmeza en la doctrina del Señor pudo más que la atmósfera materialista, y frecuentemente hostil, que los circundaba.
Metidos en la entraña misma de aquella sociedad, no buscaron en el aislamiento el remedio a un posible contagio y su propia supervivencia.
El cristiano, con la ayuda de Dios, procurará hacer noble y valioso lo vulgar y corriente, convertir cuanto toque, no ya en oro, como en la leyenda del rey Midas, sino en gracia y en gloria. La Iglesia nos recuerda la tarea urgente de estar presentes en medio del mundo, para reconducir a Dios todas las realidades terrenas.
Esto solo será posible si nos mantenemos unidos a Cristo mediante la oración y los sacramentos. Como el sarmiento está unido a la vid, así debemos estar nosotros cada día unidos al Señor.
El cristiano ha de ser «otro Cristo». Esta es la gran fuerza del testimonio cristiano. Y de Jesús se dijo, a modo de resumen de toda su vida, que pasó por la tierra haciendo el bien, y eso debería decirse de cada uno de nosotros, si de verdad procuramos imitarle.
Por Francisco Fernández-Carvajal