En esos momentos de sufrimiento por la muerte de un amigo o de un ser querido nos hemos quedado sin palabras, sin saber qué decir o cómo reaccionar para generar esperanza y dar consuelo a los afligidos. Si motivarnos a nosotros mismos resulta difícil en ese momento, se convierte en todo un reto consolar a los demás y sostenerlos en sus penas.
Además del dolor que deja la muerte, nos sentimos impotentes y rebasados, sin poder dar crédito a lo que estamos enfrentando, sin poder explicar el misterio de la muerte, a fin de que no termine por hundirnos la impotencia y el desconcierto.
Viviendo en una época de progreso y florecimiento científico, teniendo a la mano tantas respuestas sofisticadas y eruditas para muchas cosas de la vida, ante la muerte nos sentimos carentes de una respuesta y de una visión que nos sostenga en esos momentos de turbación. La visión que tenemos sobre la muerte, en el momento de la partida de un ser querido, nos damos cuenta que no es suficiente, que no nos sostiene delante de esa experiencia, cuando se derrumban muchos planes e ilusiones.
Sin embargo, aunque esa sea nuestra realidad y no tengamos una palabra, aunque personalmente no podamos generar una respuesta frente al misterio de la muerte, esa palabra existe y es necesario que se nos anuncie para que dejemos que entre en nuestro corazón, de tal manera que nos dé esperanza y se convierta en la respuesta de Dios ante la desgracia que enfrentamos.
El dolor provoca que nos enclaustremos y que rechacemos todo de manera sistemática, aunque en el fondo nos reconocemos necesitados de luz y de consuelo. Sentimos la necesidad de los demás, de ser acompañados y sostenidos, de escuchar y acoger esa palabra para que comience a fortalecernos ante la pérdida de un ser querido.
El dolor nos puede llevar al reclamo, a la desesperación y al distanciamiento de Dios. Pero también nos puede llevar a reaccionar con humildad, a aguardar la luz y a esperar todo del Señor. Puede abrir nuestra sensibilidad para descubrir que solos no podemos y que Dios no deja de revelarse en situaciones desconcertantes.
De esta forma llegamos a descubrir que esa palabra de vida eterna que se nos anuncia, más que una respuesta teórica y erudita sobre el misterio de la muerte, lo que nos ofrece es una presencia, el calor de la compañía, el abrazo del Padre, el consuelo de Dios. En esos momentos donde punza el dolor, reina la desesperanza y se desbordan los ánimos no estamos para explicaciones, sino para ser abrazados y sostenidos con esa presencia amorosa y sutil que va generando esperanza.
Hay sufrimientos y momentos desgarradores para los que tal parece la mejor respuesta de nuestra parte es el silencio y la compasión. Eso es lo que señala el papa Francisco, después de que una niña de Filipinas, en 2014, le preguntara con mucho sentimiento sobre el sufrimiento de los niños.
La mejor respuesta ante casos desgarradores es el silencio. “Cuando el corazón alcanza a hacerse la pregunta y a llorar, podemos entender algo”. Es decir, se trata de una pregunta que requiere una aproximación más desde la compasión que desde la intelección. La pregunta sobre la muerte y el dolor, planteada con toda su crudeza, debe hallar en las lágrimas del interlocutor una primera respuesta.
Por eso, el papa insiste en que muchas veces la mejor respuesta es el silencio o la palabra que nace de las lágrimas, porque hay situaciones y cuestionamientos que requieren no tanto el discurso y la explicación teórica, sino la cercanía, el calor de hermanos y la seguridad de sentirse amados y comprendidos.
Así precisamente va actuando la palabra de Dios tan necesaria en esos momentos difíciles y que se nos anuncia especialmente en estos días de Todos los santos y los Fieles Difuntos, junto con las tradiciones y expresiones vernáculas de nuestro pueblo que vuelven a unirnos para comulgar en una visión de vida que haga más llevadera la realidad de la muerte, de suyo dolorosa.
El evangelio que se proclama abre nuestros horizontes y nuestro corazón en la medida que anuncia el regalo de la vida eterna, para que delante de la muerte de nuestros amigos y familiares profesemos nuestra fe en la resurrección de los muertos.
Si en esos momentos nos sentimos devastados y el dolor eclipsa nuestra mirada, la fe en la resurrección de los muertos hace que nos mantengamos firmes en la esperanza, para que la muerte no limite nuestra mirada ni cancele la historia de amor que nos liga eternamente con nuestros seres queridos.
Aunque duele tanto la partida y echamos de menos la historia de amor construida, nos queda la eternidad para encontrarnos con nuestros seres queridos. Mientras tanto ¿qué es este tiempo de ausencia comparado con la dicha de encontrarlos para siempre?
La gente trata de destacar el cariño, la devoción y la entrega de las personas cuando se amaron incondicionalmente hasta la muerte. Pero los cristianos, aún acentuando el amor incondicional durante esta vida terrena, no sólo amamos hasta la muerte, sino más allá de la muerte.
No quiere decir, como regularmente se escucha en nuestros ambientes, que nuestros seres queridos nunca mueren porque nos acordamos de ellos y actualizamos constantemente su memoria, como hacemos precisamente estos días de fiesta.
Más bien, “Morir sólo es morir, morir se acaba”, como dicen los versos del P. José Luis Martín Descalzo. La muerte no es para siempre y no termina con el amor que aguarda con expectación el momento de volver a reunirnos con nuestros seres queridos para gozar de la presencia de Dios eternamente. Lo expresa de manera maravillosa el canto de Pablo Martínez: “Es certeza que mana de fe… es saber que nos volveremos a ver”.
Los místicos también lo han visto y lo han explicado con gran claridad, como santa Isabel de la Trinidad: “La muerte, querida señora, es el sueño del niño que se duerme sobre el corazón de su madre. Finalmente, la noche del destierro habrá huido para siempre y entraremos en posesión de la herencia de los santos en la luz (Col 1, 12)”.
Que en este marco celebrativo profesemos nuestra fe en la resurrección de los muertos, para que a pesar del dolor por su partida nos mantengamos en la esperanza de encontrarnos con ellos, pues los amamos no sólo hasta la muerte sino más allá de la muerte, como lo expresa la composición de Jiménez Lozano.
Amó a Claudia hasta la muerte,
usque ad mortem,
se leía en el cipo funerario;
y Claudio escribió luego:
et plus ultra.
Crecieron rosas blancas.
Dios que nos ha creado y que nos ha redimido por medio de su Hijo Jesucristo nos espera para vivir con él eternamente. Así lo creemos y así lo esperamos, a pesar de las resistencias naturales cuando llegue ese momento, como lo expresa este hermoso diálogo entre dos misioneros: “Un día te comenté que la muerte era el invento de un Dios sabio y bueno que no resistía ya su eternidad sin nosotros y con un abrazo, como del oso, nos trasladaba de la muerte a la vida en plenitud. ‘Cuidado con ese abrazo’, me contestaste. Y dijiste: ‘Nos tiene que agarrar despistados, porque si no, no lo dejamos’ (Diálogo del P. Sergio García con Mons. Ricardo Watty, misioneros del Espíritu Santo)”.