Los católicos echarán de menos a Donald Trump (o deberían).

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A nadie se le escapa que a Su Santidad -y, con él, a la Curia y la mayoría de la jerarquía local- nunca le agradó en lo mínimo Donald Trump, y que ha favorecido de forma indirecta la victoria del tándem Biden-Harris (cada día que pase menos Biden y más Harris).

La línea oficial es que Trump es un “constructor de muros, no de puentes”, el peor pecado en la nueva línea eclesial del momento, mientras que Biden abandera todos los énfasis papales, va a abrir las fronteras y va a volver al Acuerdo de París, esa transferencia de renta hacia China disfrazada de pacto para evitar el Cambio Climático, el apocalipsis por lo civil.

Por otra parte, Biden es católico, en el sentido de estar bautizado y dejarse ver por misa (cuando sus conmilitones demócratas permiten el culto), así que miel sobre hojuelas. Sí, su número dos, Kamala Harris, que tiene todas las papeletas para convertirse en número uno en breve, ha dado pruebas de ser una fanática enemiga de la libertad religiosa y, sí, bueno, el ‘católico’ Biden defiende el aborto -y otras muchas causas de la destrucción de la familia-con un ardor y una amplitud sin precedentes. Pero, hey, nadie es perfecto.

La cosa es que al barrer debajo de la alfombra el aborto y otros asuntos centrales al papel de la Iglesia en la guerra cultural, se ha pasado como de puntillas por logros de la Administración Trump con los que un Vaticano bajo la égida de cualquier Papa anterior estaría descorchando el champagne.

Hoy mismo tenemos aquí en portada la noticia de que Trump se despide condenando el aborto: “Toda persona está hecha a la santa imagen de Dios”, que resulta bastante asombroso en el presidente de un país que considera el aborto como derecho constitucional.

Y no es que el neoyorquino quiera quedar bien con sus votantes provida el último día de mandato, que sale gratis: Trump ha sido el mayor defensor de la vida del nasciturus desde que el aborto legal es la ley de la tierra, con una diferencia abismal.

Trump, por ejemplo, ha sido el único presidente que ha acudido a la Marcha por la Vida que se organiza en Washington todos los años. No tiene autoridad para abolir el derecho al aborto, algo que solo puede lograr una decisión judicial del Supremo revirtiendo la sentencia del caso Row vs Wade, pero ha hecho todo lo posible para atacarlo y limitarlo.

Incluso ha nombrado tres jueces para el Supremo, que es el único camino para lograr ese feliz resultado, y se ha manifestado siempre sin ambigüedades en defensa de la vida del no nacido.


 

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Pero eso es solo un aspecto de las muchas políticas de Trump que deberían agradar a quien tenga una visión cristiana de la vida, como su lucha por mantener la libertad religiosa en Estados Unidos, o la protección de la familia natural. ¿Cómo puede no agradecer un católico esas posturas?

Incluso en el asunto que más podía irritar al Santo Padre, el celebre muro, su inacción en este sentido debería agradarle. O, por citar otra de las obsesiones de Su Santidad, su ardiente anhelo de paz, por el que ha clamado tan a menudo: ¿cómo podría no aplaudir a la primera presidencia en muchas décadas que no ha iniciado guerra alguna y que ha limitado el número de tropas en las operaciones militares emprendidas por sus predecesores? Toda persona que clame por la paz con sinceridad debería reconocer ese mérito.

O, por no salir del terreno de la paz mundial, sus exitosos esfuerzos por lograr esa misma paz en conflictos enconados e intratables durante más de medio siglo, como el de las dos Coreas o el reconocimiento por una mayoría del mundo árabe -¡Arabia Saudí, incluso!- de la existencia del Estado de Israel.

Fuera de simpatías o antipatías personales, muy lícitas pero no muy relevantes, es fuerza reconocer que Trump abanderó políticas que favorecen de forma clave la visión cristiana de la vida, mientras que lo que sabemos de la pareja demócrata que va a sucederle es de echarse a temblar, directamente.

Con información de InfoVaticana

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