«Lo mejor, no el mejor»

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¿Te has dado cuenta de que pasamos la vida continuamente compitiendo unos con otros?

Comenzamos en la infancia y no paramos.

Se nos enseña a competir para ser ‘el más aplicado del salón’ y aparecer en el ‘cuadro de honor’, y de ahí en adelante todo sigue siendo competencia: hay que ser el mejor profesionista, la deportista número uno, el empleado del mes, la que mejor cocina, el que gana más dinero, la de mejor cuerpo, el más musculoso, la más simpática, el del mejor coche, la de la casa más lujosa, el más galán, y así sucesivamente.

Nos enrolamos, sin saber ni cómo ni por qué, en una carrera loca y agotadora que nos desgasta, nos da más penas que satisfacciones y de la que no descansamos casi casi ni muertos (pues entonces hay que asegurar el mejor ataúd, la mejor funeraria, el mejor panteón…).

En un programa sobre la familia un papá comentó que siempre le decía a su niño: ‘mijito, no importa a qué te dediques sino que seas el mejor’. Pensé: pobre chamaquito, sin querer su papá lo está encaminando a paso firme hacia la frustración pues aunque aparentemente logre su objetivo de ser ‘el mejor’ en algo, no conseguirá mantenerse así: siempre habrá alguien pisándole los talones, dispuesto a desbancarlo del primer lugar.

Platicaba esto con papás de niños que iban a hacer su Primera Comunión, y unos esposos dijeron que antes pensaban que la competencia era buena y solían poner a sus hijos a competir entre sí, a ver quién era mejor en la escuela, el deporte, etc, creyendo que los estimulaban a superarse, hasta que comprobaron que lo que en realidad estaban provocando era una terrible rivalidad entre ellos pues cada uno consideraba que para destacar tenía que hacer menos a los otros (pues las cualidades de los otros le ‘restaban puntos’), así que en lugar de alegrarse con los éxitos o logros de los hermanos, los resentían.

A partir de ese momento procuraron ya no establecer competencias entre ellos, sino enfocarse a lo que cada uno podía hacer sin compararlo con los demás. Eso bajó notablemente el nivel de tensión familiar y permitió que los hermanos dejaran de sentirse amenazados por los triunfos de los otros y aprendieran a compartirlos e incluso a sentirse orgullosos de ellos.

La señora dijo que aunque en casa ya no había competencias y estaba feliz por eso, no podía negar que en el mundo sí había y ¡feroces!, por lo cual quería saber si existía una manera cristiana de competir, pues le gustaría enseñársela a sus hijos.

Le respondí que sí la había, y San Pablo nos la sugiere (en el fragmento de la Carta a los Filipenses que se proclama hoy en Misa como Segunda Lectura): «Nada hagan por espíritu de rivalidad ni presunción» (Flp 2,3).

En términos de competencia esto implica, por una parte, nunca ver a los demás como rivales que hay que vencer y humillar pues todos somos hermanos, hijos del mismo Padre, y, por otra, reconocer que todo lo que somos y tenemos lo recibimos gratuitamente de Dios, sin mérito de nuestra parte (ver 1Cor 4,7), por lo que si obtenemos triunfos no cabe vanagloriarnos ni reaccionar hacia los demás con altanería o desprecio, sino con humildad y misericordia.

La pareja hizo notar que es muy difícil que en una competencia no haya rivalidad (pues hay que ganarle a alguien), o presunción (pues el campeón no puede evitar sentirse ‘lo máximo’). Comentamos que por eso era muy positivo lo que ellos hacían al ocuparse de que cada uno de sus hijos se superara sin competir con los demás pues estimulaban a cada uno a mejorar sin ponerlo contra otros ni fomentar envidias.

Y es que en toda competencia se comete una cierta injusticia, ya que como cada persona fue creada por Dios única e irrepetible, no debe compararse con nadie ni pretender lograr lo mismo que otra; además como hay factores que salen del control de quien compite y favorecen a uno más que a otro, el triunfo es algo siempre relativo y circunstancial, y es una pena que no ganar provoque en el perdedor no sólo frustración y enojo, sino una sensación de fracaso que pueda afectar seriamente su desempeño en otras áreas de la vida.

Llegamos a la conclusión de que la única competencia verdaderamente válida y justa no es aquella en la que se compite con otras personas, sino con uno mismo, así que lo que cada padre de familia haría bien en pedir y esperar de su hijo no es que sea el mejor de todos sino que sea lo mejor que pueda ser, con ayuda de Dios. De ese modo no hay rivalidad ni presunción porque cada uno conoce y lucha por superar sus propias miserias y sabe que si acaso lo logra es gracias al Señor.

Reflexionamos en que es una pena que el mundo premie sólo los resultados y no el esfuerzo; que, por ejemplo, se dé medalla al atleta que a grandes zancadas cruzó la meta, y no al paciente que sólo da pasitos que le son muy dolorosos, pero que persevera en su rehabilitación para llegar a su meta de volver a caminar; que se premie al niño que con una sola leída captó todo y sacó 10, y no al que trabajosamente logró por fin pasar una materia que siempre reprobaba.

Ojalá las escuelas implementaran programas para premiar el esfuerzo, la superación personal. Sería estupendo  que cada semana se diera un reconocimiento al alumno que más empeño puso en mejorar algo, aquel que compitió contra sí mismo y ganó; y que ojalá esto no sólo sucediera en la escuela sino en otros ámbitos: la familia, el deporte, etc. a ver si un día todos logremos entender que cuando de verdad nos esforzamos no importa si quedamos en último lugar: en realidad ganamos.

Con información de Alejandra Ma Sosa E

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