León XIV a prueba: sobre la Curia Romana, el Sínodo y la guerra “justa”

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* El nombramiento de mujeres en el Vaticano, más que un signo de modernización, es un retorno a una práctica cuestionable, típica de la Edad Media, cuando ocurría con frecuencia un Papa confería a las abadesas poderes de gobierno iguales a los de un obispo, o asignaba el cuidado de una diócesis a un cardenal que no había sido ordenado ni obispo ni sacerdote.

En las reuniones precónclave se discutió mucho sobre cómo o no dar seguimiento a los procesos puestos en marcha por el Papa Francisco respecto al gobierno de la Iglesia. Y ahora todo el mundo está esperando a ver qué decide el nuevo Papa.


La Curia Vaticana es uno de esos ámbitos de cambio que ha quedado inconcluso. Y aquí León (en la foto, en la cátedra de la basílica de San Juan de Letrán) dio la primera señal de continuidad, con el nombramiento el 22 de mayo de una mujer, sor Tiziana Merletti, como secretaria del dicasterio para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, el mismo dicasterio donde el pasado 6 de enero Francisco ya había instalado a otra monja, Simona Brambilla, como prefecta, aunque flanqueada por un cardenal guardián, el español Ángel Fernández Artime, con el anómalo cargo de proprefecto.


El nombramiento por parte de León de una sencilla mujer bautizada para un puesto clave en la Curia romana fue relanzado por los medios de comunicación como un paso más en la modernización del gobierno de la Iglesia. Pero al hacerlo así, descuidamos por completo una cuestión crucial y relacionada con ella, ya discutida en el Concilio Vaticano II, pero aún sin una solución clara.


Quien puso en primer plano el tema en las reuniones precónclave fue el cardenal Beniamino Stella, de más de ochenta años, en un discurso que causó revuelo por la dureza de las críticas dirigidas al Papa Francisco.


Stella, diplomático de larga trayectoria y experto en derecho canónico, estuvo entre los favoritos de Jorge Mario Bergoglio al inicio de su pontificado, pero luego fue marginado por él, debido a la evidente incompatibilidad de sus respectivas visiones.


Pues bien, Stella no sólo impugnó el absolutismo monárquico con el que Francisco había gobernado la Iglesia, violando sistemáticamente los derechos fundamentales de la persona y modificando a voluntad y de manera desordenada las normas del derecho canónico.

Pero también le reprochó haber querido separar los poderes de orden, es decir, los que derivan del sacramento de la ordenación episcopal, de los poderes de jurisdicción, es decir, los simplemente conferidos por una autoridad superior, optando por estos últimos para colocar también a simples hombres y mujeres bautizados al frente de oficios claves de la Curia vaticana y, por tanto, del gobierno de la Iglesia universal, con el simple mandato del Papa.

En realidad, este último movimiento, más que un signo de modernización, era en opinión de Stella y de muchos canonistas autorizados, un retorno a una práctica cuestionable, típica de la Edad Media y de la época moderna, cuando ocurría con frecuencia que un Papa confería a las abadesas poderes de gobierno iguales a los de un obispo, o asignaba el cuidado de una diócesis a un cardenal que no había sido ordenado ni obispo ni sacerdote.

Yendo más atrás, a lo largo del primer milenio estas formas de transmisión del poder ajenas al sacramento del orden eran desconocidas.

Y es precisamente a la tradición originaria a la que el Concilio Vaticano II quiso volver, en la constitución dogmática sobre la Iglesia » Lumen gentium «, recuperando la conciencia de la naturaleza sacramental, antes que jurisdiccional, del episcopado y de los poderes a él ligados, no sólo el de santificar y enseñar, sino también el de gobernar.

En el Concilio, poco más de 300 de los aproximadamente 3.000 miembros votaron en contra de esta reforma. Pero con la reestructuración de la Curia querida por el Papa Francisco, los adversarios de la época volvieron a ser los vencedores. Hoy criticado, no por casualidad, precisamente por los teólogos más progresistas y “conciliares”, como lo hizo recientemente el cardenal Walter Kasper .

No es sorprendente, por tanto, que las críticas del cardenal Stella hayan provocado fuertes reacciones de los defensores del Papa Francisco, algunos de los cuales, protegidos por el anonimato, incluso lo han acusado de «traición».

Con el nombramiento de Sor Merletti como secretaria del dicasterio para los religiosos, el Papa León ha demostrado en cambio que no quiere distanciarse, en esta controvertida cuestión, de la opción adoptada por su predecesor.

Hay que notar que León no quiere en modo alguno replicar el absolutismo monárquico desenfrenado con el que Francisco gobernó la Iglesia, como prometió en la homilía de la misa inaugural de su pontificado: «sin ceder nunca a la tentación de ser un líder solitario o un jefe puesto por encima de los demás, haciéndose dueño del pueblo a él confiado».

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Otra “terra incognita” en la que se espera que el Papa León XIII se pruebe es precisamente la de un gobierno de la Iglesia que no sea desenfrenadamente monárquico sino colegial, sinodal y conciliar.

También aquí el Papa Francisco ha actuado de manera contradictoria, con un torrente de palabras y un sínodo inconcluso e inconcluso en apoyo de la “sinodalidad”, pero en realidad con un ejercicio ultrasolitario del poder de gobierno.

En particular, en los encuentros precónclave el futuro Papa había sido instado desde muchos sectores a restituir a los cardenales aquel papel de consejo colegial del sucesor de Pedro que el Papa Francisco había eliminado completamente, al no convocar ya ningún consistorio propiamente dicho después del de febrero de 2014, que le resultó desagradable, sobre la controvertida cuestión de la comunión a los divorciados vueltos a casar.

Pero es sobre todo el futuro del Sínodo de los Obispos el tema que se espera que aborde el Papa León.

En las reuniones precónclave se expresaron numerosas críticas respecto al proceso de cambio del Sínodo puesto en marcha por el Papa Francisco.

Particularmente impactante fue la intervención razonada –hecha pública por él en italiano e inglés– del cardenal chino de 93 años, Giuseppe Zen Zekiun, según el cual el cambio de naturaleza impreso en el Sínodo de los Obispos “corre el riesgo de acercarnos a la praxis anglicana” y, por tanto, correspondería al futuro Papa “permitir la continuación de este proceso sinodal o interrumpirlo decisivamente”, ya que “se trata de la vida o la muerte de la Iglesia fundada por Jesús”.

Lo que más pesa sobre lo que querrá decidir el Papa León XIII son los pasos dados por el equipo de guía del Sínodo en los últimos días de la vida de Francisco, estableciendo una agenda detallada para la continuación de la asamblea, paso a paso, incluso hasta octubre de 2028 y una «asamblea eclesial» final no especificada.

  • Esta agenda se hizo pública el 15 de marzo con una carta a todos los obispos firmada por el cardenal Mario Grech, secretario general del sínodo, y dada como supuestamente “aprobada por el Papa Francisco”, quien en ese momento se encontraba internado en condiciones muy graves en el Policlínico Gemelli.
  • Y cuatro días después de la elección de Robert F. Prevost, una segunda carta , esta vez también firmada por los dos subsecretarios del sínodo, sor Nathalie Becquart y el agustino Luis Marín de San Martín, fue dirigida al nuevo Papa con la clara intención de instarle a continuar en el camino emprendido.

Pero no está del todo claro que el Papa León –que recibió en audiencia al cardenal Grech el 26 de mayo– tendrá que atenerse a la agenda fijada, con la aprobación de su predecesor, por la dirección del sínodo inacabado sobre la sinodalidad.

Es posible, sin embargo, que decida completar este Sínodo más rápidamente, optando por una forma de sinodalidad que no entre en conflicto con la establecida por Pablo VI después del Concilio Vaticano II y que sea coherente con la estructura jerárquica de la Iglesia.

Esto serviría también para permitir a los Sínodos volver a su dinámica natural, que es la de afrontar y resolver cada vez una cuestión específica, elegida como relevante para la vida de la Iglesia.

Los días 14 y 15 de mayo se celebró en la Pontificia Universidad Gregoriana un importante congreso sobre el tema: “Hacia una teología de la esperanza para y desde Ucrania”, en el que se dirigió al Papa León una petición de este tipo: convocar “un sínodo extraordinario de obispos para discutir y aclarar las cuestiones doctrinales ambiguas o ambivalentes de la guerra y la paz”.

La conferencia fue presentada por el cardenal Secretario de Estado, Pietro Parolin, y el arzobispo mayor de la Iglesia greco-católica ucraniana, Sviatoslav Shevchuk. Pero fue el orador principal, el profesor Myroslav Marynovych, presidente del Instituto de Religión y Sociedad de la Universidad Católica Ucraniana de Lviv, quien hizo explícita su petición al Papa León de un sínodo para arrojar luz sobre esta cuestión crucial.

Desde Agustín, la doctrina social de la Iglesia siempre ha admitido que se puede librar una guerra “justa”, bajo ciertas condiciones.

Pero que hoy esta cuestión esté envuelta en la confusión es evidente para todos, en nombre de un pacifismo generalizado y dócil, pero también por responsabilidad del Papa Francisco y sus incesantes invectivas contra todas las guerras, todas ellas desacreditadas sin excepción (y mal compensadas por sus raras admisiones de la justicia de una guerra defensiva).

Que el Papa León es muy sensible a la necesidad de un constante perfeccionamiento de la doctrina social de la Iglesia lo prueba el discurso que pronunció el 17 de mayo en la Fundación “Centesimus Annus”: una doctrina social –dijo– que no debe ser impuesta como una verdad indiscutible, sino madurada con el juicio crítico y la investigación multidisciplinar, con una serena confrontación “de hipótesis, de voces, de avances y de fracasos”, a través de la cual se pueda alcanzar “un conocimiento fiable, ordenado y sistemático sobre una determinada cuestión”.

La paz y la guerra son temas dramáticamente actuales para una comparación de este tipo en la Iglesia de hoy. Y quién sabe, quizá el Papa León XIII convoque un sínodo para ello.

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POST SCRIPTUM — Desde Suiza, Martin Grichting señala que, respecto a la separación entre el poder de orden y el poder de jurisdicción, restablecida a la unidad por el Concilio Vaticano II, Joseph Ratzinger también se expresó claramente a favor de la unidad en su libro “La democracia en la Iglesia. Posibilidades y límites”, publicado junto con Hans Maier.

Para Ratzinger, la “separación de facto entre el poder del orden y el del gobierno” era “absolutamente inadmisible”. Esto se debe a que dicha separación relega el sacramento a la jurisdicción «mágica» y la eclesiástica a la «profana»:

«El sacramento se entiende, pues, solo ritualmente y no como un mandato para guiar a la Iglesia mediante la palabra y la liturgia; el gobierno, en cambio, se considera un asunto puramente político-administrativo, ya que la Iglesia misma se considera, obviamente, solo un instrumento político. En realidad, el oficio de pastor en la Iglesia es un ministerio indivisible» (citado de la edición Topos de Limburg-Kevelaer 2000, págs. 31 y ss.).

Para más argumentos que apoyan esta tesis véase lo que Grichting ha escrito recientemente.

Por SANDRO MAGISTER.

SETTIMO CIELO.

VIERNES 20 DE MAYO DE 2025.

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