¿Dónde refugiarnos ante tantos peligros y aflicciones? Buscamos un lugar de acogida que nos dé calor ante el frío de la vida, que nos comparta su luz ante la oscuridad de este mundo, que nos muestre el esplendor de la verdad ante la mentira sistemática.
La cultura actual nos va orillando al individualismo y la desvinculación, pero permanece el anhelo del hogar, de un refugio donde podamos cobijarnos, ser amados y comprendidos; donde estemos a salvo y podamos reconstruir nuestra vida.
Ante la propia crisis que experimenta, no siempre se considera que la Iglesia sea ese refugio que nos acoja frente a las turbulencias del mundo, además porque el pensamiento oficial la denigra constantemente. Hay una animadversión hacia la Iglesia, como parte de la hegemonía ideológica; se nos impone vivir y funcionar así, desacreditando a la Iglesia, hasta que conociéndola y comprobándolo por nosotros mismos comenzamos a descubrirla y admirarnos de su bondad.
El venerable arzobispo Fulton Sheen lo decía así respecto de su país: “No hay cien personas en los Estados Unidos que odian a la Iglesia católica, pero hay millones que odian lo que erróneamente perciben que es la Iglesia católica”.
Sorprende que los que se declaran abiertamente en contra de la Iglesia conocen tanto su historia y se apasionan en su teología. Es como si estuvieran atrapados y no quisieran dejar de conocerla, a pesar de que tienden a descreditarla.
El llamado a la Iglesia es tan profundo porque es un llamado a la conciencia que nos lleva a escuchar la voz interior y a rechazar las falsas imágenes que se han creado y que nosotros mismos hemos permitido para ubicarnos cómodamente como librepensadores. Decía Miguel de Unamuno: “En Francia no se puede pensar libremente, hay que ser librepensador”, lo cual se puede también aplicar a nuestro país.
Al romper estos parámetros nos damos cuenta que el llamado es tan profundo y la conducción del Espíritu es tan clara que nos va llevando a la Iglesia para experimentarla como ese hogar que nos infunde la paz, que nos devuelve la alegría de vivir, que nos preserva del error, que nos protege ante los peligros y que nos muestra toda la gloria de Dios.
Cuando la búsqueda es sincera y el discernimiento es intelectualmente honesto se descubre a la Iglesia como ese refugio, como ese lugar de acogida y encuentro, de gozo y plenitud, de comunión y alabanza, de vida nueva y esperanza.
Muchos hermanos llegan a reconocer que jamás se imaginaron su vida y realización en la Iglesia, a la cual rechazaron y evitaron e incluso denostaron y persiguieron. Hacen el descubrimiento más grande de su vida al ver a la Iglesia como el hogar al que Dios nos invita para sentarnos a la mesa y descansar un poco de tantas fatigas, cicatrizar las heridas y recuperar la alegría perdida, así como salir renovados para conducir a este mundo cansado, abatido, resentido y desorientado a la casa del Señor.
Han sido muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia quienes se encontraron en una encrucijada como ésta; su conciencia lanzaba un llamado imperioso para abrazar la verdad y su corazón no podía resistirse a la belleza de la verdad. Uno de estos casos es el del Cardenal John Henry Newman.
Su proceso de conversión añade un elemento de tensión y de drama al tomar una decisión honesta, valiente y sufrida -pero en todo caso leal con su propia conciencia que siente el llamado de Dios- al convertirse al catolicismo después de una gran trayectoria en Inglaterra como sacerdote anglicano, teólogo de renombre y eminente catedrático en Oxford.
El encuentro con la Verdad fue la única motivación que lo llevó a tomar una decisión difícil que le provocaría el desprestigio en un país oficialmente anglicano. Al investigar en los escritos de los santos padres descubre cuál es la Iglesia verdadera que conserva el depósito de la fe.
Su conversión a la fe católica fue como la entrada en puerto seguro, no porque la Iglesia no conozca de crisis y turbulencias, sino porque conoce la verdad y posee a Aquel que de manera misteriosa la hace pasar del dolor al consuelo, de la oscuridad a la luz, del sufrimiento a la paz.
En la Navidad pasada sentimos a la Iglesia como ese refugio que necesitamos. De hecho, alcanzamos a darnos cuenta que, una vez terminadas estas fiestas, la Iglesia nos envía al mundo y a nuestras actividades cotidianas con el amor que hemos experimentado, con la luz que se ha encendido en nuestro interior y con la esperanza que ha brotado en nuestros corazones.
Regresamos a nuestra vida ordinaria con el aroma que nos ha dejado el encuentro con los hermanos y la contemplación del Señor. Y habría que agregar cómo la fiesta del Bautismo de Nuestro Señor Jesucristo fortalece nuestra identidad cristiana.
Aunque Ramón López Velarde en uno de sus textos legendarios quiere destacar el celestial sonido de la campana mayor de la Catedral de Zacatecas, también destaca el carácter esencial del sacramento del bautismo:
“Una catedral, y una campana mayor que cuando suena, simultánea con el primer clarín del primer gallo, en las avemarías, me da lástima que no la escuche el Papa. Porque la Cristiandad entonces clama cuál si fuese su queja más urgida la vibración metálica, y al concurrir ese clamor concéntrico del bronce, en el ánima del ánima, se siente que las aguas del bautismo nos corren por los huesos y otra vez nos penetran y nos lavan”
El bautismo reafirma nuestra identidad cristiana y nos lleva a confiar en nuestro potencial como hijos de Dios. Así lo comenta San Josemaría Escrivá: “Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada”.
Hay que admirar el misterio de la Iglesia y sentirla como puerto seguro, a partir de esta bellísima reflexión de Benedicto XVI:
“En el bautismo cada niño es insertado en una compañía de amigos que no lo abandonará nunca ni en la vida ni en la muerte, porque esta compañía de amigos es la familia de Dios, que lleva en sí la promesa de eternidad. Esta compañía de amigos, esta familia de Dios, en la que ahora el niño es insertado, lo acompañará siempre, incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de la vida; le brindará consuelo, fortaleza y luz.
Esta compañía, esta familia, le dará palabras de vida eterna, palabras de luz que responden a los grandes desafíos de la vida y dan una indicación exacta sobre el camino que conviene tomar. Esta compañía brinda al niño consuelo y fortaleza, el amor de Dios incluso en el umbral de la muerte, en el valle oscuro de la muerte. Le dará amistad, le dará vida. Y esta compañía, siempre fiable, no desaparecerá nunca. Ninguno de nosotros sabe lo que sucederá en el mundo, en Europa, en los próximos cincuenta, sesenta o setenta años. Pero de una cosa estamos seguros: la familia de Dios siempre estará presente y los que pertenecen a esta familia nunca estarán solos, tendrán siempre la amistad segura de Aquel que es la vida”.
Después de escuchar esta reflexión y, por supuesto, el melodioso tañer de las campanas somos provocados para decir: “en el ánima del ánima, se siente que las aguas del bautismo nos corren por los huesos y otra vez nos penetran y nos lavan”.