Mira cuántos motivos para venerar a San José y para aprender de su vida: fue un varón fuerte en la fe…; sacó adelante a su familia –a Jesús y a María–, con su trabajo esforzado…; guardó la pureza de la Virgen, que era su Esposa…; y respetó –¡amó!– la libertad de Dios, que hizo la elección, no sólo de la Virgen como Madre, sino también de él como Esposo de Santa María. (Forja, 552)
Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia.
El mensaje de la Navidad resuena con toda fuerza: Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Que la paz de Cristo triunfe en vuestros corazones, escribe el apóstol.
La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José.
Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos.
Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida.
El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural.
Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo, y, a la vez e inseparablemente, contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre, porque ‑queramos o no‑ el matrimonio instituido por Jesucristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de Jesús que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra. (Es Cristo que pasa, nn. 22-23)
Por SAN JOSEMARÍA.