La unidad de los cristianos.

Pablo Garrido Sánchez
Pablo Garrido Sánchez

Cada año en el mes de enero celebramos la semana de oración por la unidad de los cristianos. La conversión de san Pablo, el veinticinco de enero, sirve de referencia para establecer un tiempo, en el que de forma especial se reclame la oración de las iglesias para que se remedie el mal de la división entre los cristianos. Cuatro son las grandes ramas que distinguimos con facilidad: la católica, la ortodoxa, la luterana y la anglicana. Los católicos nos disputamos la antigüedad junto con los ortodoxos; los luteranos revindican la autenticidad al hilo de la Reforma del siglo dieciséis, y los anglicanos tienen serios problemas para una procedencia histórica que vaya más allá de la ruptura con Roma realizada por Enrique VIII. Los anglicanos pronto se vieron afectados por la corriente protestante, que fragmentó a su vez el anglicanismo. La parte ortodoxa oriental vive en dos grandes bloques: la Iglesia Ortodoxa Griega y la Iglesia Ortodoxa Rusa. Sumemos a estos grandes grupos religiosos, la Iglesia Siriocaldea, la Iglesia Maronita o la Iglesia Copta en Egipto. Los uniatas forman una categoría de cristianos de las confesiones anteriores, que deciden volver a la Iglesia Católica, y disponerse bajo el primado de Pedro, creando una sección llamada católicos de rito oriental. Los uniatas, que vienen a formar un puente real entre las iglesias orientales y la Iglesia Católica, no están bien vistos en sus iglesias de procedencia. Las divisiones en el campo protestante son muy numerosas, pues se dieron desde los comienzos. Sin embargo se pueden establecer dos grandes lo que es formados por los luteranos en Europa especialmente en Alemania y la Iglesia Evangélica con una gran proyección en América. La pluralidad dentro de la Iglesia Católica se va resolviendo en la formación y presencia de corrientes internas, que marcan tendencias con un nivel de tensión soportable dentro de la unidad. Tres grandes corrientes dentro de la Iglesia conviven desde hace décadas, y provocan un dinamismo, por otra parte saludable: Los modernistas, los tradicionalistas y los renovadores. Estos últimos tienen que soportar las posturas polarizadas de las otras dos. Para un modernista, el Concilio Vaticano II se quedó escaso en las reformas propuestas, y para un tradicionalista el Concilio Vaticano II fue una gran desgracia, que protestantizó la Iglesia Católica, y constituye la causa de todos los males presentes. Para los renovadores, el Concilio Vaticano II presenta un giro copernicano dentro de la Iglesia Católica, con el que se puede dar una respuesta equilibrada a los desafíos de un mundo que cambia no por generaciones, sino por bienios.

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Es comprensible que a cualquier cristiano con cierta madurez le hiera la fragmentación del Cristianismo, de la que existen responsabilidades históricas por todas las partes. El mandato de JESÚS fue claro, en aquella oración testamentaria con pleno valor en el presente: que todos sean uno para que el mundo crea. Este deseo de JESÚS parece una premisa ineludible para el restablecimiento de la paz y armonía en un mundo desgarrado por el mal bajo muchas formas. Resulta lógico y propio de creyentes auténticos, que una de las preocupaciones básicas de los padres conciliares, hace algo más de cincuenta y cinco años, fuera el diálogo y acercamiento visible a unas iglesias, que ya lo estaban haciendo, pero con las que la Iglesia Católica mantenía una cierta distancia. El Concilio tenía que abordar la cuestión ecuménica con las otras confesiones cristianas, la cuestión judía, y el diálogo interreligioso. Todavía algunos recordamos aquella petición en términos peyorativos realizada en el día de Viernes Santo, en las diez grandes peticiones contenidas en la liturgia de ese día. Discutir quién tuvo más o menos culpa en los mutuos rechazos es un camino inútil, que no conduce a parte alguna. Era necesario tomar posiciones claras hacia una reconciliación que diese lugar a otro tipo de relaciones y encuentros. Quien le atribuya al Concilio unas declaraciones que vinieron de la mano de un conjunto de infiltrados merece poco aprecio, pues carece del conocimiento de los hechos sucedidos en épocas anteriores. El propio san Juan Pablo II recibió múltiples críticas cuando pidió perdón por los fallos cometidos por la Iglesia Católica, con motivo del jubileo del año dos mil. Con anterioridad, en el año noventa y cinco había escrito la gran encíclica sobre el ecumenismo, Para que todos sean uno.

En esta encíclica mencionada, el Papa por supuesto, escribe como sucesor de Pedro y desarrolla algunas cuestiones contenidas en la constitución Lumen gentium y en la declaración Unitatis redintegratio. Con treinta años de distancia con respecto al Concilio se podía perfilar algunas líneas de acción para el futuro con el reconocimiento, al mismo tiempo, de los pasos dados por la Iglesia Católica, en especial con el acercamiento a la Iglesia Ortodoxa Griega y la anulación de las excomuniones mutuas pronunciadas por ambas iglesias, a mediados del siglo once. Pablo VI y el patriarca Atenágoras, por parte de la Iglesia Ortodoxa Griega, protagonizaron este encuentro el siete de diciembre, de mil novecientos sesenta y cinco; poco después de haber sido clausurado el Concilio Vaticano II. La lectura atenta de la encíclica de san Juan Pablo II sorprendería ahora a muchos católicos por las perspectivas que abre en sus pronunciamientos.

Se alegraba el Papa por los equipos interconfesionales de teólogos y especialistas en las sagradas escrituras, que desde el campo científico exegético buscan una mayor fidelidad a las fuentes. También valoraba el Papa los testimonios por JESUCRISTO hasta el martirio de los hermanos de otras iglesias. Nadie que se acerque hoy a distintos grupos luteranos o evangélicos puede ser ajeno a la presencia del ESPÍRITU SANTO, que asiste con sus dones y carismas a estos creyentes en CRISTO. Ante esta constatación tendríamos que parafrasear lo dicho por Pedro en casa del centurión Cornelio: “¿podemos decir que están fuera de la acción salvadora de CRISTO, estos que han recibido la unción del ESPÍRITU SANTO manifestada en la diversidad de carismas? Los encuentros ecuménicos de oración merecen un recuerdo especial, pues se necesita un milagro prolongado para que el ESPÍRITU SANTO vaya conduciendo de nuevo a la unidad a todas las iglesias, de modo que haya “un solo rebaño y un solo PASTOR”.

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