La sucesión apostólica

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La Tradición de la Iglesia es la presencia del Señor Jesucristo en la Iglesia. Él nos ha dejado su palabra, que contiene un mensaje de vida eterna. Pero para ser trasmitida, la palabra necesita de una persona, de un testigo. Se da así una complementariedad o reciprocidad entre contenido, es decir, la palabra de Dios, la vida del Señor y la persona que la trasmite. Pues bien, para ello el Señor convocó a los Doce; ellos fueron llamados y enviados. Posteriormente a ellos tocó repetir el mismo proceso; con la fuerza del espíritu ellos, ya constituidos en el ministerio apostólico, continuaron llamando a la siguiente generación en dicho servicio, que a partir de entonces se denominó ministerio episcopal, “episcopé”.

Nosotros usamos la palabra obispo para traducir la palabra griega “epíscopos”, que indica a una persona que contempla desde lo alto, que mira con el corazón, como san Pedro designa al Señor Jesús: “pastor y obispo de vuestras almas” (1Pe 2,25). Así, según este modelo del Señor, primer obispo, guardián y pastor de las almas, los sucesores de los apóstoles se llamaron luego obispos, “epíscopoi”: se les encomendó la función del “episcopé”.

La función del obispo se fue desarrollando y aclarando a lo largo del siglo I, de modo que a principio del siglo II san Ignacio de Antioquía atestigua la triple existencia del obispo monárquico, entiéndase “uno” en cada comunidad, del presbítero y del diácono. Este desarrollo fue guiado por el Espíritu Santo, que asiste a la Iglesia en el discernimiento de las formas auténticas de la sucesión apostólica en fidelidad a lo que el servicio pastoral fue desde sus orígenes.

Así, la sucesión en la función episcopal viene a ser continuidad del ministerio apostólico, garantía de la perseverancia de la Tradición apostólica, palabra y vida, que el Señor ha encomendado a su Iglesia. Aparece entonces un elemento importante: el vínculo entre el Colegio de los obispos y la comunidad originaria de los Apóstoles, el Colegio apostólico, se entiende ante todo en la continuidad histórica. Los Doce asociaron a Matías, a Pablo, a Bernabé y a otros, hasta la formación del ministerio del obispo en la segunda y tercera generación, y así sucesivamente. Por otra parte esta continuidad, digamos visible y física, se debe entender también en sentido espiritual, porque la sucesión apostólica en el ministerio se considera como lugar privilegiado de la acción y trasmisión del Espíritu Santo.

Pero hay otro elemento de igual importancia, el que se refiere a la comunión de los obispos con la Iglesia romana, la “más grande, la más antigua y la más conocida de todos”, “fundada y establecida en Roma por los gloriosos apóstoles, Pedro y Pablo”, hecho atestiguado por San Ireneo, obispo de Lyon a mitad del siglo II. Esta vinculación da relieve a la Tradición de la fe, que en Roma llega hasta nosotros desde los Apóstoles mediante las sucesiones de los obispos.

Así pues, para san Ireneo y para la Iglesia universal, la sucesión episcopal de la Iglesia de Roma se convierte en el signo, el criterio y la garantía de la trasmisión ininterrumpida de la fe apostólica: “Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente, debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes, pues en ella se ha conservado siempre la tradición que viene de los Apóstoles” (Adversus haereses, III, 3,3). De esta manera el sucesor de Pedro, el papa, es el garante de la sucesión apostólica en la Iglesia.

Con los testimonios de la Iglesia antigua, se establece que la apostolicidad de la comunión eclesial consiste en la fidelidad a la enseñanza y a la práctica de los Apóstoles, a través de los cuales se asegura el vínculo histórico y espiritual de la Iglesia con Cristo. Es pues, una vinculación histórica a través de la imposición de manos y la oración de los obispos a sus sucesores el instrumento por el cual el Espíritu Santo hace presente al Señor Jesús, quien llega a nosotros por la palabra y actuación de los Apóstoles y sus sucesores. También en la actualidad, como en el inicio, Cristo mismo es el verdadero pastor y guardián de nuestras almas.

Por: Pbro. Alejandro Cruz Márquez.

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