Llevamos cuenta del tiempo que no pasa de balde y aunque la vida siga fluyendo y nos llenemos de planes y actividades, no dejamos de añorar a nuestros seres queridos que ya han pasado a la vida eterna. El tiempo, que es implacable y trascurre sin pausas, no se lleva el recuerdo y la huella de nuestros fieles difuntos.
En la intimidad de la Iglesia, en la privacidad del hogar, en el silencio de los cementerios e incluso en otros lugares volvemos siempre sobre ellos para platicarles, con la familiaridad de siempre, los hechos de nuestra vida y para pedirles su bendición, como tantas veces lo hicimos cuando salíamos y nos despedíamos de ellos. Es una realidad paradójica que la podemos explicar así: nuestros difuntos nos hacen tanta falta y por eso están siempre presentes.
Bendita tradición mexicana que hace posible que estos días todo gire en torno a los difuntos, a los altares, al cementerio y a la Iglesia. Su muerte estos días nos da vida y nos muestra lo más esencial de la misma, al provocar la unidad y la convivencia con nuestros seres queridos, así como un ambiente de fiesta con aroma de fe y sabor vernáculo.
La oración por los difuntos es prácticamente espontánea, sale del corazón, es parte de la vida misma. No se necesita apartar un momento del día o planear una hora determinada para volver sobre su recuerdo, porque forman parte de la vida y todo nos recuerda a ellos. Pienso que hasta los que no tienen fe, sin darse cuenta, como un acto reflejo se perciben orando por sus difuntos y tocando esta puerta sagrada.
Su recuerdo se convierte incluso en un medio poderoso para volver a Dios; en una memoria que evangeliza al llevarnos a una realidad que nos trasciende y que es el origen de la vida que no se acaba con la muerte.
En una de sus cartas a Malcom, C. S. Lewis se refiere a este aspecto: “Claro que oro por los muertos. La acción es tan espontánea, tan inevitable, que sólo el caso teológico más compulsivo contra ella podría detenerme. Y apenas sé cómo podría sobrevivir el resto de mis oraciones si las que son por los muertos fueran prohibidas. A nuestra edad, la mayoría de los que más amamos están muertos. ¿Qué clase de relación podría tener con Dios si no pudiera mencionarle lo que más amo?”
Los difuntos nos hacen recordar a Dios y su memoria activa y hace más humana nuestra relación con Dios. Si en algún momento me alejé de Dios, por medio de los difuntos no solo me acerco a él, sino que también regreso sin preámbulos a sus brazos, hablándole de los que más amo y dirigiéndome a él con tal naturalidad, como si nunca me hubiera alejado.
Los amé durante esta vida e hice el esfuerzo de que estuvieran bien y no les faltara nada. Pero sé que Dios los ama más y les dará lo que yo no puedo ofrecerles, ni siquiera con el amor más santo que les haya profesado.
Esta visión que nos da la fe nos hace ver que la muerte es un sueño, que se trata de un paso a una vida definitiva. Así lo subrayan algunas reflexiones de los santos.
San Beda el Venerable, haciendo referencia a uno de los milagros de Jesús cuando resucita a la hija de Jairo, el jefe de la sinagoga (Mc 5, 21-43), señala: “Estaba muerta para los hombres, que no podían despertarla; para Dios, dormía, porque su alma vivía sometida al poder divino, y la carne descansaba para la resurrección. De aquí se introdujo entre los cristianos la costumbre de llamar a los muertos, que sabemos que resucitarán, con el nombre de durmientes”.
Santa Isabel de la Trinidad también se refiere a la muerte como un sueño: “La muerte, querida señora, es el sueño del niño que se duerme sobre el corazón de su madre. Finalmente, la noche del destierro habrá huido para siempre y entraremos en posesión de la herencia de los santos en la luz (Col 1, 12)”.
Además de utilizar esta misma imagen, Santa Gertrudis de Helfta llega a relacionar la muerte con el día de su boda: “Mi Dios, mi dulce Noche, cuando me llegue la noche de esta vida, hazme dormir dulcemente en ti, y experimentar el feliz descanso que has preparado para aquellos que tú amas. Que la mirada tranquila y graciosa de tu amor organice y disponga con bondad los preparativos para mi boda”.
Por su parte, San Juan Crisóstomo llega a explicarlo de una manera muy clara: “Es cierto, nosotros morimos también como antes pero no permanecemos en la muerte: y esto no es morir. El poder y la fuerza real de la muerte es solamente eso: que un muerto no tenga ninguna posibilidad de volver a la vida. Pero si después de la muerte recibe de nuevo la vida y, más todavía, se le da una vida mejor, entonces esta ya no es muerte, sino un sueño”.
De ahí que San José Cafasso exprese, a través de una oración, su santo deseo para cuando llegue el momento de la partida: “No será muerte sino un dulce sueño para ti, alma mía, si al morir te asiste Jesús, y te recibe la Virgen María”.
Además de aceptar el dolor que deja la muerte de un ser querido, hace falta afianzar esta visión que nos da la fe para nunca dejar de confiar en la misericordia del Señor que quiere reunir a todos sus hijos en su casa. San Josemaría Escrivá de Balaguer imagina así ese momento de encuentro definitivo con el Señor:
“Cuando te vea por primera vez, Dios mío: ¿qué te sabré decir? Callado, esconderé mi frente en tu regazo… y lloraré, como cuando era niño. Tus ojos mirarán todas mis llagas… Te contaré después toda mi vida… ¡Aunque ya la conoces! Y Tú, para dormirme, lentamente, me contarás un cuento que comienza así: ‘Erase una vez un hombrecillo de la tierra… y un Dios que le quería con locura…’”
La fe hace posible que anhelemos la vida eterna y el encuentro con todos nuestros seres queridos, pues Jesús mismo reveló que la muerte del cuerpo es como un sueño del cual él nos despierta. De ahí que siempre visitemos el cementerio, que significa dormitorio, donde nuestros difuntos duermen el sueño de la paz y donde algún día Dios los despertará del sueño para llevarlos a su gloria.
En una de sus reflexiones, el padre Javier Gafo -teólogo y moralista español- mencionaba un artículo de la escritora Pearl S. Buck, en el que hablando de la vida y la muerte citaba la carta que le escribió una mujer desconocida que había perdido a su marido:
“Cuando mis pequeños no pudieron comprender el silencio de su padre, recientemente fallecido y que les quería mucho, traté de explicárselo describiéndoles el ciclo vital de un caballito de mar. Comienza como un gusano en el mar; pero, en el momento justo, emerge, y cuando se da cuenta de que tiene alas, vuela. Supongo -les dije- que los que se quedan en el agua se preguntan dónde se ha ido y por qué no vuelve. No puede volver porque tiene alas, ni los que se quedaron pueden volar junto a él porque todavía no las tienen”.
La escritora estadounidense y premio Nobel de Literatura concluía: “Es cierto; aún no tenemos alas, pero llegará un día”. En el mismo artículo el padre Javier Gafo citaba esta oración: “Al morir un amigo, algo de mí, que ya era él, se fue. Algo de mí, resucitó en él. Algo de él, que todavía es yo, se quedó. Algo de él espera a mi resurrección”.
Es cierto: aún no tenemos alas, pero llegará el día en que nuestros ojos se despertarán del sueño para finalmente ver al a la madre, a la esposa, al hermano, al padre, al esposo, al hijo, al amigo… y a todos los que allí nos esperan.