Jesús nos sigue enseñando a través de parábolas; hoy escuchamos una parábola desconcertante, ya que Jesús está por la actitud de un pecador público a un fariseo cumplidor de la ley. Los dos protagonistas que suben al templo a orar, representan dos actitudes religiosas contrapuestas e irreconciliables, pero ¿cuál es la postura acertada ante Dios?, veamos:
- El fariseo, es un practicante fiel de su religión. Su oración es de pie, muestra seguridad y sin temor, su conciencia no le acusa de nada, no es hipócrita, lo que expresa es verdad, cumple fielmente la ley mosaica, quizá hace de más. Se siente seguro ante Dios, le habla de sus ayunos y sus diezmos, pero no le dice nada de sus obras de caridad ni de su compasión para con los más pobres, le basta su vida piadosa. Si nos fijamos bien, la oración de este hombre perfecto, mantiene a Dios en un segundo plano, lo importante es él. La obsesión por el cumplimiento de la ley daba lugar a que los fariseos se separaran del resto de la gente. De hecho, la palabra fariseo significa precisamente “separado”. Este fariseo ha llegado a ser perfecto exteriormente, pero no se ha convertido interiormente.
- El publicano, era un pecador público, cobrador de impuestos, no se siente cómodo en aquel lugar, se coloca en un rincón, no se atreve a levantar sus ojos del suelo, se golpea el pecho y reconoce su pecado. Quizá se siente incapaz de cambiar de vida o devolver lo robado. Examina su vida y no encuentra nada grato qué ofrecerle a Dios, tampoco se atreve a prometerle nada para el futuro, sólo le queda abandonarse a la misericordia de Dios y su oración es: “Dios mío, apiádate de mí”.
Podemos decir que son dos tipos de oración, pero Jesús concluye su Evangelio con una afirmación desconcertante cuando dice: “Éste (el publicano) bajó a su casa justificado y aquel (el fariseo) no”. Pero da una explicación clara en torno a la actitud que se tiene frente a Dios: El fariseo en lugar de orar, se contempla a sí mismo, se cuenta su propia historia, llena de méritos, necesita sentirse bien ante Dios y se exhibe como superior a los demás. Podemos decir que el fariseo salió del templo como entró, lleno de sí mismo, pero vacío de Dios; con su orgullo y su justicia pero sin la justicia ni el perdón de Dios, porque no tiene nada que pedirle a Dios en su oración, lo único que se le ocurre es jactarse de todas las cosas buenas que piensa haber hecho, más aún, mirando a su alrededor, cree verse casi como el único que lleva a cabo esas obras que le acreditan delante de Dios: “No soy como los demás”, dice.
Si con la parábola de la viuda y el juez injusto, del domingo pasado, el Señor nos invitaba a orar insistentemente. Con esta bella parábola, Jesús nos indica el espíritu con el que hemos de hacerlo: la humildad. La oración nos sitúa en el centro de nuestra existencia, en Dios.
Recordemos que la parábola fue dirigida porque algunos se tenían por justos. El grupo de los fariseos eran personas religiosas que cumplían lo mandado por la ley, se sentían con derecho a juzgar a los demás, se sentían ya salvados. Esta actitud los lleva a una autosuficiencia, no necesitan de Dios ni de su misericordia, y sí juzgan y critican a los demás que no viven como ellos.
Hermanos, nosotros podemos correr el riesgo de sentirnos buenos, de pensar que no somos como los demás, de sentir que basta acudir a Misa o rezar un rosario; que realizando las obras de piedad, o sea, todo aquello que tiene que ver con Dios, ya puedo desentenderme del hermano. Muchas veces nos confesamos y no encontramos pecado alguno y decimos: ‘No he robado, no he matado’, pero nunca nos confesamos de ese pecado de omisión, esa obra buena que puedo hacer y no la hago. Hermanos, creerse mejor que los demás, siempre será un camino que utilizará el tentador para aumentar el pecado de soberbia.
No podemos olvidar que lo que justificó al publicano fue su confianza en un Dios misericordioso; no olvidemos que nuestra condición humana está inclinada al pecado y no somos perfectos o santos, siempre necesitamos de esa mirada misericordiosa de Dios, quien no condenó al fariseo por las cosas buenas que hacía, sino por el engreimiento y la soberbia con que hacía estas cosas buenas y sobre todo por el desprecio que demostró hacia el humilde publicano.
Si un día realizamos la oración de agradecimiento, no olvidemos decir: “Gracias a ti, Señor, no he robado, gracias a ti no he calumniado, gracias a ti he evitado la corrupción. Si alguna bondad hay en mí, Señor, es gracias a ti”. Y cuando oremos pensando en nuestras faltas, debemos reconocer que frente a Dios siempre seremos personas necesitadas de misericordia, por tanto, oremos diciendo: “¡Señor, ten misericordia de mí!”.
No olvidemos que aquellos dos personajes que suben al templo a orar, cada uno lleva en su corazón su imagen de Dios y su modo de relacionarse con Él. El fariseo sigue enredado en una religión marcada sólo por la piedad. El recaudador de impuestos, el publicano, se abre al amor misericordioso de Dios, ha aprendido a vivir del perdón, sin vanagloriarse de nada y sin condenar a nadie.
Reflexionemos hermanos: ¿Cómo es nuestra oración? ¿Qué imagen tengo de Dios? ¿Cómo me relaciono con Él?
Nuestra vida vivida según el Evangelio, pero también nuestra oración y nuestra ofrenda material a favor de las misiones, son ocasión de mostrar nuestro espíritu misionero a favor de la salvación de todos.
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!