Para que el Verbo eterno habitase entre nosotros haciéndose hombre, Dios preparó a su Hijo una digna morada. Esa Morada nueva es la Virgen, la “llena de gracia” (Lc 1,28); es decir, la criatura totalmente amada por Dios, ya que su corazón y su vida están por entero abiertos a Él. La casa de Dios con los hombres queda así inaugurada.
María es el Israel santo, que dice “sí” al Señor y, de este modo, se convierte en la primicia de la Iglesia y en el anticipo, aquí en la tierra, de la definitiva morada del cielo. Dios vence, con su amor insistente, la desobediencia de Adán y de Eva, el peso del pecado, el absurdo intento de exiliarlo a Él, a Dios, del mundo de los hombres.
El Señor construye su casa preservando de todo pecado a María, para mostrar que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Se muestra así, en toda su belleza, el proyecto creador de Dios:
“El misterio de la concepción de María evoca la primera página de la historia humana, indicándonos que, en el designio divino de la creación, el hombre habría de tener la pureza y la belleza de la Inmaculada”, enseña Benedicto XVI.
No es rebelándose contra Dios como el hombre se encuentra a sí mismo. Por el contrario, es abriéndose a Él, volviendo a Él, donde descubre su dignidad y su vocación original de persona creada a su imagen y semejanza.
En la Carta a los Efesios, San Pablo se hace eco del plan de salvación: Dios nos eligió en Cristo “antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1, 4). En la Virgen, desde el primer instante de su concepción inmaculada, sólo hay aceptación y acogida de esta voluntad divina. En Ella, verdaderamente, todo se hace según la palabra de Dios, sin ningún tipo de obstáculo o interferencia.
La Virgen Inmaculada es, para todos nosotros, un signo de esperanza. Dios ha vencido en Ella al demonio y al mal. También quiere triunfar en nosotros sobre esos enemigos y, si nos abrimos a su gracia, podremos llegar a Él limpios de todas nuestras culpas.
María “es la Madre Inmaculada que repite también a los hombres de nuestro tiempo: no tengáis miedo, Jesús ha vencido el mal; lo ha vencido de raíz, librándonos de su dominio” (Benedicto XVI).
Debemos dejar que el Señor entre en nuestras almas para que nos haga puros, sin dobleces, sin hipocresías, capaces de amar con un amor verdadero y de mirar a los otros con la limpia mirada de Dios. El Papa Benedicto XVI ha enseñado, contra todo moralismo, contra toda pretensión de pensar que somos nosotros quienes creamos lo que es bueno, que la pureza es un acontecimiento dialógico:
“Comienza con el hecho de que Él [Jesucristo] nos sale al encuentro – Él que es la Verdad y el Amor -, nos toma de la mano, se compenetra con nuestro ser. En la medida en que nos dejamos tocar por Él, en que el encuentro se convierte en amistad y amor, llegamos a ser nosotros mismos, a partir de su pureza, personas puras y luego personas que aman con su amor, personas que introducen también a otros en su pureza y en su amor”.
María, la Purísima Madre de Jesús, refleja de modo cristalino la pureza de Dios. A Ella le pedimos que nos acepte en su compañía, que nos escuche, que nos proteja y que nos introduzca maternalmente en la pureza y en el amor de Dios.
Por P. Guillermo Juan Morado.
Infocatólica.