La fe no es asentimiento a conceptos, sino repentino resplandor que nos postra

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

La fe cristiana nos introduce en una corriente de alegría, de vida y de gracia que nos inserta, al mismo tiempo, en una historia de dos mil años que no deja de presentar sus inagotables tesoros y de mostrar su intrínseca novedad.

Si bien nos sitúa en un itinerario espiritual que requiere prácticamente toda la vida para ir conociendo de manera progresiva y mistagógica el misterio de Dios, sin embargo, desde el principio, su frescura, su carácter sorpresivo y su luz deslumbrante nos hacen rendirnos cautivados ante su belleza.

Por eso el encuentro con Jesucristo resulta ser vertiginoso y su mensaje llega a deslumbrarnos, provocando un giro radical del todo inesperado e incomprensible -por el rumbo que llevaba nuestra vida-, para la gente de nuestro entorno que queda sorprendida y cuestionada.

Hay muchos testimonios de conversión que muestran este aspecto impactante y arrollador del encuentro con Dios. Quisiera solamente referirme a dos casos conmovedores: el del poeta y escritor francés Paul Claudel y del pensador y escritor, también francés, André Frossard.

Paul Claudel había sido formado en una fuerte tradición racionalista y se sentía poderosamente atraído por el progreso de la ciencia. Pero en la Nochebuena de 1886, en la catedral de Notre-Dame de París, sucumbió ante la poderosa revelación que produjo en su vida el Magnificat de J. S. Bach, mientras contemplaba la imagen de la Virgen y el Niño Jesús; tenía dieciocho años.

“En ese momento, entiendo el evento que domina toda mi vida. En un instante, mi corazón fue tocado y yo creí. Creí con tal fuerza de adhesión -con tal elevación de todo mi ser, con tan poderosa convicción, con tal certeza que no dejaba espacio a ninguna clase de duda- que, desde entonces, ni todos los libros, ni todos los razonamientos, ni todos los casos de una vida agitada, pudieron destruir mi fe, ni, la verdad, tocarla”.

En sus distintas intervenciones y en la correspondencia con sus amigos reconocerá este efecto arrollador que tuvo en su vida el momento de su conversión: “¡Nada que hacer contra esta voz anterior al mundo y que me dijo ‘eres Mío!’… ¡Nada que hacer contra el ímpetu, como alguien que se rompe de arriba abajo, como el animal que dice ‘yo creo!’”.

André Frossard, por su parte, había recibido una formación atea y socialista y a los veinte años encontró la fe de una forma completamente insospechada, al entrar en la Iglesia Notre-Dame du Liban, en el barrio latino de París, para buscar a un amigo con el que se había citado para comer. Como lo narra en su libro: “Dios existe, yo me lo encontré”, entró a esta Iglesia ateo y salió minutos más tarde “católico, apostólico y romano”.

No deja de mostrarse, de acuerdo a su testimonio, la alegría desbordante y la novedad que trae la fe, la cual te atrapa para siempre: “Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.

Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, ‘católico, apostólico, romano’, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.

Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.

No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (…)

Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión”.

Este deslumbramiento que provoca el encuentro con Dios le da una nueva y definitiva dirección a nuestra vida. Así se experimenta muchas veces el poder de la fe, no como asentimiento a conceptos, sino como repentino resplandor que nos postra. ¡Que lo digan Moisés, María Santísima y San Pablo! Así como tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo que han sido cautivados por este dulce encuentro con Dios.

Ante la manifestación del misterio de Dios solo cabe la contemplación, la admiración y el silencio, pues cuando las cosas son demasiado grandes que nos desbordan, simplemente callamos. Eso lo hemos aprendido sobre todo de San José, cuyo silencio no es solamente virtud, sino mística actitud.

Un intelectual, como los que hemos citado, puede explicar el encuentro con Cristo de esta manera tan bella y tan sublime, llegando incluso a reconocer los límites humanos para explicar exhaustivamente esta experiencia mística. Aunque nosotros, sin dejar de deleitarnos en su impactante testimonio, estamos más acostumbrados a percibir la humildad, la radiante alegría y el perfume que Cristo deja en tantos hermanos de las comunidades cristianas.

Jean Guiton, otro escritor y filósofo francés, se refería precisamente a esta unción que tiene la fe de nuestro pueblo: “Mi fe es probablemente más erudita que la del pueblo… pero no más iluminada, y sobre todo no es más fuerte… Un niño… o un místico sin cultura pueden tener una experiencia de la verdad más pura y más profunda de la que yo mismo pueda tener”.

La fe, por lo tanto, es la memoria de un amor que nos ha salvado y que nos hace vivir con intensidad, alegres y agradecidos, correspondiendo al amor de Dios que contra todos los pronósticos humanos ha irrumpido en nuestras vidas.

La fe cristiana no limita la mirada, más bien abre los horizontes y nos hace considerar nuestra vida y el acontecer del mundo en una perspectiva más amplia, al situarlas dentro de la dinámica de la historia de la salvación.

Por eso, en un cristiano se acentúa el respeto a la tradición, así como su alegría y la novedad que trae el evangelio de Jesucristo. Chesterton entendió bien estos horizontes que abre la fe cuando afirmó: “Una persona que se convierte al catolicismo, llega, pues, a tener de repente dos mil años”.

Regresando a los orígenes y tocando las fuentes vivas de nuestra fe podremos responder a los diversos desafíos. Confiemos en la bondad del evangelio que siempre ha tocado los corazones. El sacerdote italiano Primo Mazzolari lo expresó de forma emocionante: “Somos la novedad. Aunque llevemos a las espaldas dos mil años de historia, el evangelio es la novedad”.

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