Los relatos vocacionales que nos presentan los santos evangelios nos hacen considerar en su conjunto todo lo que abarca el seguimiento de Jesucristo. Un momento fundamental es el primer encuentro con el Señor Jesús que marcó para siempre la vida de los discípulos.
Fueron pasando los años y se presentaron tensiones, dudas y crisis en su proceso vocacional. Pero siempre fue fundamental para ellos regresar sobre ese momento culminante que los llenó de emoción y de esperanza. Teniendo en cuenta el proceso que siguieron los discípulos, especialmente cuando a nosotros tampoco nos faltan momentos de tensión, dudas y crisis en el seguimiento de Jesucristo, resulta muy conveniente volver a los orígenes, recordar cómo conocimos a Jesús y reconocer cómo estábamos cuando Cristo impactó en nuestra vida.
Los textos vocacionales presentan un gran potencial y siguen teniendo la capacidad de tocar el corazón cuando se nos narra cómo fue el llamado, como se apareció Jesús en la vida de los apóstoles y cómo les fue cambiando la vida. En la medida que vemos todos los aspectos que van apareciendo, se recrea mejor nuestra propia historia vocacional, al llevarnos a pensar cuándo conocimos a Jesús, cómo lo conocimos, qué hizo por nosotros y cómo llegó a cambiarnos la vida.
Así van apareciendo las dos enseñanzas centrales en estos textos vocacionales que nos ayudan a retomar y renovar la vida cristiana, en la medida que hacemos este ejercicio de regresar a los orígenes de nuestra propia vocación.
Hay dos cosas muy claras que Jesús deja en nuestra vida, de acuerdo a estos textos vocacionales. Cuando uno conoce a Jesús queda uno impactado, fascinado con su persona. Jesús provoca una fascinación en la vida de las personas, porque uno quiere más, quisiéramos conocerlo más y ya no despegarnos de él; llega a provocar el gozo que nos hace contemplar el sentido de la vida.
Esto explica que, en el momento del llamado, los apóstoles no le hayan negado nada a Jesucristo y hayan respondido con prontitud, cuando apareció en su vida y los invitó a seguirlo. Desde ese momento ya no quisieron separarse de él.
La vida del Señor, como nos ha pasado también a nosotros, provoca fascinación: queda uno asombrado con ese encuentro que no le niega uno nada a Jesús. Por eso, al principio no le negamos nada a Jesús, está uno fascinado con su presencia, es uno incluso intrépido para comenzar a seguirlo, aunque el Hijo del hombre no tenga dónde reclinar la cabeza.
Hablando del asombro y de la experiencia arrolladora que provoca el encuentro con Jesús, dice el P. Julián Carrón: “Si me caso no es por limpiar los cacharros o la cocina del otro, sino porque veo un bien en el otro, porque me fascina y ya no puedo vivir sin él… Los cristianos son aquellos que se encuentran con una fascinación tan grande que al día siguiente vuelven a buscarla porque no pueden vivir sin ella”.
San Pedro Crisólogo hace más explícito el asombro que sentimos ante el misterio de Dios: “¿Qué es más asombroso, que Dios se dé a la tierra o que nos dé el cielo?, ¿que se una a nuestra carne o que nos introduzca en la comunión de su divinidad?, ¿que asuma Él la muerte o que a nosotros nos llame de la muerte?, ¿que nazca en forma de siervo o que nos engendre en calidad de hijos suyos?, ¿que adopte nuestra pobreza o que nos haga herederos suyos, coherederos de su único Hijo? Sí, lo que causa más maravilla es ver la tierra convertida en cielo, el hombre transformado por la divinidad, el siervo con derecho a la herencia de su señor”.
También el papa Francisco se refiere a este aspecto diciendo: “Fue la sorpresa, el asombro de un encuentro; me di cuenta del hecho de que me estaban esperando. La experiencia religiosa es esto: el asombro de encontrar a alguien que te está esperando. Desde ese momento para mi Dios es aquel que te ‘anticipa’. Lo estás buscando, pero Él te busca primero. Quieres encontrarlo, pero Él te encuentra primero”.
Hay una segunda característica muy importante que también le da solidez a la vida cristiana. Así como se experimenta fascinación, también se experimenta la confrontación. A nosotros nos toca integrar las dos cosas, la parte emocional, atractiva, y la parte conflictiva, la parte difícil de aceptar. Cuando venimos a la Iglesia, cuando conocimos a Jesús no se nos dijo que se iba abaratar la vida, no se nos dijo que se iba a resolver materialmente nuestra vida; en otras propuestas religiosas así se procede, traicionando la verdad de evangelio.
No se nos recibió de esta manera en la Iglesia, con una serie de facilidades y promesas en el orden material, como si la vida cristiana fuera un recurso para lograr la suerte y la prosperidad. Desde el principio se nos dijo la verdad, como Cristo dijo la verdad a sus apóstoles. Estaban muy contentos, fascinados con su persona, se mostraban muy generosos para responder a su llamado, pero inmediatamente Jesús les habló con la verdad, les dijo lo que iban a tener que vivir: les habló de la cruz, de las persecuciones, de las descalificaciones y de la muerte.
Después de la fascinación llegó la confrontación cuando Jesús les dijo que tenía que padecer y cuando abiertamente les anunció su muerte. En ese momento algunos discípulos se echaron para atrás y otros ya no querían seguirlo. Por eso, Jesús tuvo que preguntar a sus apóstoles: “¿También ustedes quieren dejarme?”
Este aspecto no es una cuestión anecdótica que nos permita entender la situación de las primeras comunidades cristianas. Más bien se trata de un aspecto que sigue siendo difícil de aceptar en el seguimiento de Jesús. Por eso, en distintos momentos nos hemos preguntado: si creo en Dios, si trato de hacer bien las cosas, si estoy apegado al evangelio, si digo la verdad y practico la justicia, si no me presto a la corrupción, ¿Por qué me tienen que pasar estas cosas? ¿Por qué tengo que enfrentar estas situaciones difíciles en mi vida?
No es únicamente la desilusión y el dolor que se siente ante esta constatación, sino la tentación en la que podemos caer al pensar que a los que hacen el bien no les va bien. Hay una respuesta en San Pablo a esta dolorosa interrogante: ¿por qué si vengo a la Iglesia, por qué si busco a Dios, por qué si trato de llevar una vida ordenada, tengo que enfrentar estas persecuciones y tribulaciones? Como dice Jeremías: “escucho el cuchicheo de la gente” y a veces en estos tiempos ya no es cuchicheo, sino abierta descalificación; se nos dicen a rajatabla las cosas que muchas veces suenan como amenaza.
Para que no nos extrañemos, para que no nos echemos para atrás y no perdamos la fascinación por Cristo Jesús, todo eso se debe a que el mal entró en el mundo. Dios está presente y lleva una historia de salvación, pero el mal entró en el mundo y busca destruir la obra de Dios e intenta alejar a las personas de Dios.
El maligno hace que nos escandalicemos y nos alejemos decepcionados de que el camino de Dios sea difícil. El mal también mete mucho miedo. En estos tiempos nos da miedo decir la verdad porque el pensamiento políticamente correcto va en otro sentido; nos da miedo confesarnos cristianos, confesar que llevamos una vida cristiana en la familia y oponernos a las injusticias.
Decía el papa Juan Pablo II: “¡Te lo suplico! Nunca renuncies a la esperanza, nunca dudes, nunca te canses y nunca te desanimes. No tengas miedo. Dios está contigo”.
Que en esos momentos de confrontación recordemos que Jesús nos ha provocado fascinación, nos ha regresado la vida y ha hecho posible que nunca dejemos de hacer el bien. Que la herida de amor que nos ha dejado Jesucristo nos conceda un corazón apasionado por la gloria del Señor y que esa herida no se cierre hasta el Cielo.