En un poema, escrito en la cárcel entre 1938 y 1941, Miguel Hernández expresa sintéticamente el reto que plantea el sentido de la existencia:
“Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida”.
En cada uno de nosotros anida el anhelo de descubrir el sentido último y definitivo de nuestro paso por la tierra, su razón de ser y su posible finalidad, su inteligibilidad y su valor.
Los ejes sobre los que pivota la cuestión del sentido son la pregunta sobre el amor, sobre la muerte y sobre el futuro.
Sobre el riesgo y la apuesta del amor, sobre si vale o no vale la pena, a pesar de las decepciones.
Sobre la experiencia del límite y de la muerte, a pesar de su apariencia de contradicción y fracaso. La muerte, la única certeza en medio de todos los saberes inciertos, que decía san Agustín.
Sobre el futuro, como invitación a la esperanza y a la confianza.
La Semana Santa pone ante nuestra consideración la Cruz de Cristo. Una cruz que, como atestiguan los cuatro evangelios, porta un título que explica el motivo de la ejecución: “Este es Jesús, Rey de los judíos”. Este título resume lo que, a través de la historia, sabemos sobre Jesús, el Nazareno, bautizado por Juan, proclamador del Reino, predicador del amor a los enemigos, taumaturgo, que escogió doce discípulos, que invocaba a Dios como “Abba”, que fue crítico con el templo y que realizó una última cena con los suyos, que fue rechazado y ejecutado como pretendiente a ser “rey de los judíos”.
Después de su muerte aconteció “algo extraordinario” que desencadenó la fe pascual: Jesús es confesado por sus seguidores – llamados “cristianos”, porque creían que Jesús era el Cristo, el Mesías de Israel – como resucitado de entre los muertos y glorificado. Ese “algo” que desencadenó la fe pascual fue la presencia personal de Jesús “viviente” entre los suyos para siempre. A la luz de la pascua pudieron dar una respuesta teológica al interrogante sobre su identidad más profunda: Aquel hombre, Jesús, era el Hijo de Dios y el Salvador del mundo.
Pascal decía que “las pruebas de nuestra religión no son de tal naturaleza que pueda decirse que son absolutamente convincentes. Pero son también de tal índole que no se puede decir que no se tenga razón al creer en ellas”. Entre las razones a favor de la credibilidad de Jesucristo está la relevancia de su figura para iluminar la cuestión del sentido de la vida, para sanar las tres heridas de las que habla el poeta. El concilio Vaticano II afirma que Cristo “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación”.
Jesús lleva a su plenitud el amor humano mostrando que, a pesar de todo, vale la pena amar de forma radical, absoluta, desinteresada, gratuita. Jesús supera definitivamente todo amor haciéndolo revelador del amor divino, y nos hace partícipes de ese amor para que podamos llamar a Dios “Padre” y al otro “hermano”.
En Jesús, la muerte deja de ser el límite extremo de la existencia humana, deja de ser la expresión del triunfo de la nada sobre el hombre, ya que en la muerte de Cristo Dios ha derrotado a la muerte: “muerto por la muerte, mató a la muerte”, decía san Agustín. La resurrección de Jesús manifiesta que la vida es promesa de futuro definitivo. En palabras de Paul Ricoeur: “el anuncio de la muerte y resurrección de Cristo es para el cristiano la clave de la historia donde se da testimonio de que el sentido es superior al no-sentido”.
La Cruz de Jesús es la del “Varón de dolores”, profetizado por Isaías, que hizo suyas las heridas del amor, de la muerte y de la vida para curarnos con sus cicatrices.
ATLÁNTICO.