La actual «Iglesia de la Propaganda», dañina: le «Molestan quienes se adhieren a la Gran Tradición católica»

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En el que sin duda es uno de sus artículos más incisivos de los últimos tiempos, Mons. Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata, constata que «en estos días nuestros, muchos temen la división de la Iglesia» y señala que «quienes molestan son quienes adhieren, por razones históricas y teológicas, sobrenaturales, a la Gran Tradición católica, y se resisten a adoptar los «nuevos paradigmas» propuestos y sostenidos oficialmente».
La Iglesia de la propaganda
 P. Julio Meinville

La Iglesia de la propaganda.

Por Monseñor Héctor Aguer (*).

(*) Arzobispo Emérito de La Plata Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Académico Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro. Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino.

Quienes molestan son quienes se adhieren, por razones históricas y teológicas, sobrenaturales, a la Gran Tradición católica, y se re sisten a adoptar los «nuevos paradigmas» propuestos y sostenidos oficialmente.

Si no recuerdo mal fue a mi querido maestro el Padre Julio Meinvielle a quién escuche por primera vez la expresión que encabeza como título esta nota. Se refería a la situación en que la Iglesia, mundanizada, se atiene ante todo a lo que es cultural o políticamente «correcto», con la intención de no disgustar al mundo. En el diccionario de la Real Academia Española encontramos esta acepción del término propaganda, en referencia a la antigua Congregación romana De propaganda Fide (que actualmente se llama «Para la Evangelización de los Pueblos»); por extensión se dice de una «asociación que tiene por fin propagar doctrinas, opiniones, etc., y de dar a conocer algo para atraer adeptos». Cabe entonces el sentido y se lo damos en este trabajo.

El Concilio Vaticano II (1962-1965) ha promovido decididamente la renovación de la Iglesia. Como repetidas veces lo señaló Benedicto XVI, los documentos aprobados en esa importantísima Asamblea eclesial, deben ser leídos a la luz de la gran Tradición católica. La consigna ha sido la adaptación de las realidades de la Iglesia a la situación del mundo entonces contemporáneo, lo que más temprano o más tarde se ha hecho en otros momentos de la historia. Este es un aspecto de la cuestión, el histórico, de lo más interesante, pero no me es posible detenerme ahora en su consideración. Lo que pudo llamar la atención en el Concilio de los papas Juan XXIII y Pablo VI es la insistencia en ese propósito; que en algún caso llegó a los límites de la obsesión. Como ejemplo, me limito al Decreto Perfectae caritatis, sobre la vida religiosa, si no he contado mal ese designio se reitera 21 veces. Anoto: «según lo aconsejan nuestros tiempos», «en las circunstancias del tiempo actual», «adecuada renovación», «para la adecuada renovación de los monasterios de monjas», «su manera de vivir ha de revisarse» (se refieren a los monasterios puramente contemplativos), «adaptación a las cambiadas condiciones de los tiempos», «a la luz de las circunstancias del mundo presente», «las mejores acomodaciones a las circunstancias de nuestro tiempo», «suprimiendo las ordenaciones que resulten anticuadas», «dar leyes sobre una adecuada renovación», «la adaptación de la vida religiosa a las exigencias de nuestro tiempo», «acomódense a las necesidades de tiempos y lugares» (las obras propias de los institutos religiosos), «adáptense a las condiciones actuales», «estas normas de adecuada renovación», «renuévense las antiguas tradiciones y adáptense a las actuales necesidades», «que ajusten su vida a las exigencias actuales», «acomodado a las circunstancias de tiempos y lugares» (el hábito), «acomódese a las circunstancias de tiempos y lugares» (la clausura de las monjas). El Decreto contiene, obviamente, muchos elementos propios de la Gran Tradición de la Iglesia acerca de las diversas formas de vida religiosa -no podría ser de otra manera- pero llama la atención esa apelación tan repetida al aggiornamento, como se lo llamaba entonces, «la puesta al día». Además, en ningún momento, se menciona cuáles eran esas «necesidades de los tiempos». Lo cierto es que aún admitiendo que era necesaria y oportuna una renovación, en el posconcilio la identidad de la vida religiosa, la identidad -digo- no solamente ciertas circunstancias, ha sido gravemente dañada. Se desencadenó una crisis inédita de la cual nadie se ha hecho responsable, congregaciones beneméritas han quedado al borde de la extinción, y las vocaciones a la vida contemplativa claustral disminuyeron ostensiblemente. Esto ha llevado al cierre de no pocos monasterios de monjas, o su caída en un estado de anemia; lo mismo se puede lamentar de los monasterios masculinos. El Espíritu Santo que provee a la vida del Iglesia, ha suscitado reacciones y reemplazos. Pero en estos últimos años otras intervenciones desafortunadas han vuelto a suscitar el peligro. Me refiero a la Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere y la Instrucción aplicativa Cor orans. De estos dos documentos me he ocupado recientemente. Aquella crisis sucedió para beneplácito del mundo, que se regocija -aún de manera silente- cuando la Iglesia decae.

Pareciera que los pastores no advierten, en su afán de ayudar al mundo, esa inclinación a lo cultural y políticamente «correcto». Lo que la propaganda difunde constituye un peligro de identificación con él; es el peor servicio que le podrían brindar. Se insiste en elogiar medidas absurdas, y en copiar las orientaciones seculares que se universalizan prescindiendo de Dios. Se omite la función profética de denunciar y reprobar lo que lleva a la perdición de muchas almas. Los fieles bien formados y fervorosos no pueden menos que escandalizarse de tal defección.

Lo que he advertido acerca de la vida religiosa, se ha convertido en una manía del cambio en todos los órdenes, lo que ha llevado a la devastación de la liturgia y a la incertidumbre acerca de la verdad doctrinal. Todo se mueve, debe moverse, la estabilidad del idéntico es arrollado por el ímpetu del río, que según se dice constituye hoy en día la realidad de la Iglesia.

Otra cuestión que yo adscribo a la Iglesia de la Propaganda es la «jubilación» de los obispos a los 75 años; tema que en mi opinión puede relacionarse con la moderna adoración de la juventud, que en la Iglesia se asume con ánimo oportunista. Vale este juicio aun cuando no puede considerarse joven a quien ha entrado ya en la octava década de su vida. Digamos de paso que se incurre en una curiosa contradicción cuando se eligen papas, o sea, Obispos de Roma y de la Iglesia universal de 76 ó 77 años. El Concilio planteaba correctamente la cuestión en el Decreto Christus Dominus, 21: «Si por el peso de la edad o por otra causa grave, se hicieren los obispos diocesanos menos aptos (no incapaces, inútiles) para desempeñar su oficio, con encarecimiento se les ruega (enixe rogantur) que espontáneamente o invitados (entonces, no obligados) por la autoridad competente, presenten la renuncia a su cargo». Pero Pablo VI estableció, en 1969, la obligatoriedad de renunciar a los 75 años. La conclusión de ese número 21 de Christus Dominus me parece de máxima importancia: «de aceptarla, la autoridad competente (¿Cuál es esta, la Santa Sede o la diócesis que el obispo abandona, es decir, su sucesor?) proveerá a la congrua sustentación de los renunciantes y a que se le reconozcan peculiares derechos». Conozco varios casos de obispos eméritos que fueron abandonados a su suerte. Venciendo un cierto pudor me permito referirme aquí a mi propio caso. Dos días hábiles después de cumplir 75 años, el Encargado de Negocios de la Nunciatura Apostólica (el Nuncio había sido trasladado recientemente) me comunicó que había sido «misericordiado»: mi renuncia había sido aceptada. Mi sucesor debía asumir inmediatamente y yo debía dejar el palacio arzobispal. Mi sucesor no estuvo de acuerdo con que yo residiera en el lugar que había elegido, el Seminario Mayor; al cual durante veinte años había concurrido todos los sábados. Además mis vacaciones, durante ese tiempo, eran con los seminaristas; durante su período de descanso, en Tandil. Era lógico: quien me sucedió traía el designio de cambiar radicalmente la orientación del seminario; yo no podía estar allí. Tuve que retirarme entonces a una Casa Sacerdotal, que yo había erigido en una parroquia de la periferia, donde el antiguo Seminario Menor había sido reemplazado por un colegio. Durante los dos años y ocho meses que siguieron no recibí ninguna información ni invitación de la arquidiócesis. Fue un tiempo de «inexistencia eclesial», de «exilium in patria», hasta que decidí mudarme a Buenos Aires, donde resido actualmente.

Los avatares que he recordado son cosa secundaria. En mi opinión, la obligación de renunciar a los 75 años es contraria a toda la historia de la Iglesia, es algo insólito en ella, contradice asimismo a una elemental teología del Episcopado. Basta recordar que, según San Ignacio de Antioquía, el Obispo representa en su Iglesia a Dios Padre, nada menos. El obispo contrae con su diócesis un vínculo misterioso, sobrenatural, el cual implica que debe vivir en ella; y vivir en ella siendo su pastor; se trata de una realidad teológica, no meramente canónica. Este mismo criterio invita a repensar el hecho -tan común actualmente- que un obispo pase por dos, tres y hasta cuatro diócesis sucesivas. Además, se trata de un arbitrio desactualizado, ya que un hombre de 75 años suele estar hoy en día en condiciones de salud, y en capacidad personal para la actividad mucho mejor que medio siglo atrás. Pero la «jubilación» de los obispos brinda la oportunidad de designar otros con la orientación que en el momento se prefiere, y queda bien para el mundo; es otro rasgo de la Iglesia de la Propaganda. A propósito de este asunto, me parece oportuno mencionar lo que ocurre en la Argentina. Son designados numerosos Obispos Auxiliares, que en poco tiempo se convierten en coadjutores, diocesanos o arzobispos. Llama también la atención cuántos de estos nombramientos proceden de las misma diócesis del Gran Buenos Aires.

En estos días nuestros, muchos temen la división de la Iglesia. Desde una perspectiva relativista se apunta como responsables a los grupos de conservadores y progresistas, como si fueran igualmente ideologizados; ambos deberían sumergirse en el gran río que es la Iglesia, donde caben todos (no nos engañemos: en realidad, para el relativismo unos más que otros), o considerarse cada uno cara de gran poliedro, que es la figura eclesial. En esa visión quienes molestan son quienes adhieren, por razones históricas y teológicas, sobrenaturales, a la Gran Tradición católica, y se resisten a adoptar los «nuevos paradigmas» propuestos y sostenidos oficialmente. Conservadores y progresistas (quizás estos nombres no sean los adecuados), si no endurecen e ideologizan su posición, podrían ser matices respetuosos de la ortodoxia doctrinal, y compartir pacíficamente la tarea pastoral. La división de la Iglesia ya está en curso de realización con las posturas de la Iglesia de Alemania y sus Sínodos que «huelen» a cisma y a herejía; y cuyos errores son proclamados públicamente. Exagerando un poco, pero no demasiado, diré que Martín Lutero, allí donde se encuentre, estará disgutado y pensará «¿por qué a mí me tuvo que tocar un León X?». Recordemos que fue ese pontífice quien, en 1520, condenó las tesis luteranas en la Bula Exsurge Domine, que el heresiarca quemó públicamente. Al año siguiente el Papa Medicis ratificó la reprobación mediante la Bula Decet Romanum Pontificem. Ahora Lutero es «comprendido». Son muchos los fieles católicos que esperan una orientación de la Santa Sede, para saber a qué atenerse acerca de lo que se trama en tierra germánica. Es preciso orar mucho, pidiendo al Esposo de la Iglesia que la libre del cisma y de la herejía; invocando la intercesión de María, Madre de la Iglesia, y de San José, su Patrono, en este año que le está dedicado. El relativismo se inquieta por escaramuzas menores, e ignora la gran batalla que el demonio libra contra la Catholica, difundiendo en ella la indiferencia ante la Verdad y una preocupación horizontalista por los problemas del mundo; que necesita de ella, ante todo, sin disimulos y tapujos, la predicación del Nombre Salvador de Jesucristo.

En este mismo contexto se ubica el hallazgo o redescubrimiento de la antiquísima institución de los sínodos. Se habla entonces de sinodalidad como modelo de organización y gobierno eclesial: hacer juntos (syn) el camino (hodós). Es así como se ha promovido la realización de sínodos en las diócesis. Más aún, algunos proponen un sínodo general de toda la Iglesia, un parlamentarismo general, que dejaría desubicadas o «aplanadas» a las autoridades de cada unidad eclesial. ¿A dónde llevaría el camino de una «Iglesia en salida»? ¿Qué es lo que juntos (syn) deberíamos dejar? La consecuencia sería el desorden, la confusión, el abandono de la tradición eclesial en pos de los «nuevos paradigmas». Estas fantasías (mitos los llamaba el Apóstol) intentan cubrir el fracaso de la pastoral concreta en todos los niveles; y los problemas gravísimos en el clero de muchos países. La respuesta verdadera a la situación de un mundo alejado de Dios está en el trabajo pastoral intenso y correctamente orientado; y en el cultivo de la vida de oración, que nos sitúe en manos del Señor. La solución no es reformista de las dimensiones organizativa y económica. Pobreza a la fuerza: los prelados no podrán recibir obsequios que cuesten más de 40 euros. Confieso que durante mi episcopado recibí varios muy importantes, que me pemitieron edificar varias capillas en las zonas periféricas; actualmente son parroquias. No he guardado ni un centavo para mí; puedo decir con sencillez que soy pobre, y que me basta con la asignación mensual que todos los obispos tienen en el país. No tengo casa propia, ni auto, ni bienes, vivo en un Hogar para sacerdotes de la arquidiócesis de Buenos Aires. Es más que suficiente.

La unidad de la Iglesia ha sido puesta a prueba duramente por la difusión del comunismo. No sólo ha sido perseguida directamente, si no que ahí donde se imponía procuraba la creación de una Iglesia Nacional, separada de Roma, que es el centro de la unidad. El caso emblemático de este propósito es China. Los obispos fieles resistieron martirialmente a la constitución de la «Iglesia Patriótica», para la que se consagraron obispos sin el nombramiento de la Santa Sede. En las últimas décadas China se ha convertido en un verdadero gigante económico, y esta condición, tan apreciada por el mundo, oculta el drama de la negación de una plena libertad religiosa.

La iglesia de la propaganda ha adherido con entusiasmo a esa importancia que China ha adquirido en el mundo, y dando la espalda a los obispos que mantuvieron la fidelidad a la unidad católica, los ha desplazado para legitimar a los patrióticos. Es un movimiento típico de acomodo político y cultural. La Iglesia se debe todavía plantear seriamente la misión para la conversión de China; y tendría que aprovechar para ello los cambios registrados en el orden económico y social, a partir de la fe vigorosa de los católicos chinos. Y procurar el crecimiento de las comunidades eclesiales, y su expansión en el vasto territorio. El éxito de la combinación del capitalismo con el totalitarismo estatal no puede ocultar el menoscabo, y la falta de libertad. Cabe señalar aquí las declaraciones de un arzobispo, Académico de las Ciencias Sociales de la Santa Sede, de cuya amistad guardo lejanos y bellos recuerdos, que ha dicho que el régimen chino es un modelo de aplicación de la Doctrina Social de la Iglesia. Si tales dichos expresaron su convicción personal, o si se los han inspirado oficialmente, constituye un ejemplo precioso de lo que es capaz la Iglesia de la Propaganda. En los últimos años han abundado tales modelos, para tristeza de muchísimos católicos e indignación de no pocos.

Sin embargo de lo expresado, hay un tema en el cual China es un modelo a comprender e imitar. Después de imponer durante muchos años la política del hijo único, se advirtieron las consecuencias: disminución de la población y envejecimiento de la misma, por eso se intentó sin mucho éxito promover que en la familia tuvieran dos. Ahora se reconoce la importancia de una población numerosa para sostener el crecimiento del país, y su intención de destacarse como gran potencia mundial. Noticias recientes dan cuenta de que ahora en China se permitirá tener un tercer hijo para lograr una mejor «estructura poblacional», superando los actuales 1400 millones de habitantes. No se trata solamente de una permisión o consejo, sino de un estímulo eficaz. Los especialistas hacen hincapié en propuestas políticas concretas, cómo «reducir el gasto de las familias en educación», «mejorar las bajas por natalidad», «mejorar los servicios en atención prenatal y posnatal», «desarrollar un sistema universal de servicios de cuidado infantil». Se trata entonces de «abordar algunos de los obstáculos que impiden a las familias tener más hijos». La alarma saltó porque la cifra de nacimientos descendió por cuarto año consecutivo, y se tomó cuenta que la tasa de fertilidad, quedó en 1,3 hijos por mujer, cuando las Naciones Unidas estima que ha de ser 2,1 para mantener una población estable.

La Argentina es un territorio muy extenso, apenas semipoblado. La consigna de Juan Bautista Alberti «gobernar es poblar» debería ser asumida según una interpretación original, y de acuerdo con las circunstancias actuales. Desdichadamente, en la historia Argentina del siglo XX se han registrado desprecios y atentados contra el don de la vida, que han marcado a la sociedad. Nos amenaza, como a las viejas naciones de Europa, la triste perspectiva del invierno demográfico. La Iglesia de la propaganda boicoteó siempre, con designios burgueses, la aplicación concreta de la Encíclica Humanae vitae, documento profético de Pablo VI. Aun la pastoral popular que tiene como objeto a los pobres, no ha sabido instrumentar correctamente el tema de la natalidad; y exigir a los gobiernos que renuncien a sus planes clientelistas, y pongan el dinero allí donde corresponde para promover y asegurar la grandeza del país. No se puede negar que la corrupción de la Teología Moral en los años posconciliares apuntó siempre contra la Humanae vitae; y varias generaciones sacerdotales se deformaron, y difundieron esos errores entre los fieles. La reacción de San Juan Pablo II Y Benedicto XVI atenuó un tanto ese proceso; pero es tarea de los obispos y formadores de Seminario aplicar la Doctrina del Iglesia con serenidad y sin fisuras.

El Vaticano posee un servicio diplomático de alta calidad técnica, y extendido a muchas naciones del mundo. Se supone que sin alterar su identidad propia debe servir a la obra evangelizadora de Iglesia. Sus características lo exponen a mundanizarse y olvidar esa referencia. Lo ideal sería que quienes se preparan para ofrecer ese servicio se santifiquen, y lo ejerzan con una conciencia verdaderamente eclesial. Lamentablemente, por acción u omisión, pueden servir a los designios de la Iglesia de la Propaganda: «todo bien, no hay problema». Me parece que esto es lo que ha ocurrido en ocasión de la visita del presidente argentino a la Santa Sede. El doctor Alberto Fernández es el principal responsable de la reciente legalización del aborto. Los medios de comunicación han señalado que el sumo Pontífice le otorgó una entrevista de sólo 25 minutos, y le puso mala cara ya que las fotos no registran sonrisa alguna. Pero, a continuación, el Presidente se reunió con el Secretario de Estado, Cardenal Parolín y Monseñor Gallagher, encargado de las relaciones diplomáticas. La Oficina de Prensa (Sala Stampa) publicó una nota sobre esta segunda reunión, que es un elogio desmedido de las relaciones entre la Argentina y la Santa Sede, como si estas pasarán por su mejor momento. Una mano de cal y otra de arena. De la tragedia que el Doctor Fernández ha desencadenado en el país, ni media palabra. Esta actitud de la Santa Sede confirma las reticencias del Episcopado Argentino en la lucha a favor del niño por nacer. Ya no vivimos en los tiempos de San Juan Pablo II. La Conferencia Episcopal ve con malos ojos a las asociaciones y movimientos provida. El 28 de Diciembre pasado, cuando el Senado de la Nación se reunía para tratar el proyecto de ley abortista, que tenía ya media sanción de la Cámara de Diputados, se agolpó una multitud ante el Palacio del Congreso, en vigilia expectante y para reafirmar la oposición al proyecto que finalmente sería aprobado. Asistí yo, que no soy, en cuanto emérito, miembro de la Conferencia Episcopal Argentina. Fui recibido con alborozo, que expresaba la gratitud de los presentes por mi continuo trabajo sobre el tema. En esa ocasión pude departir con una delegación de pastores evangélicos, que se han destacado en la defensa de la vida inocente. Les agradecí su trabajo y los felicité por las declaraciones de la Asociación Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina (ACIERA), que han sido más claras y contundentes que las oficiales católicas.

No sé si habida cuenta de la degradación política del país hubiera sido posible evitar la sanción de esa ley inicua, pero ese claro testimonio de resistencia era lo que muchísimos fieles, y aun no católicos esperaban; y que lamentan la lastimosa ausencia que se ha dado. La Iglesia de la Propaganda puede estar satisfecha. Por ahora, concluyo aquí: los lectores, según su conocimiento e interés, pueden completar el panorama que aquí les ofrezco.

Héctor Aguer, Arzobispo emérito de La Plata

Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.

Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).

Buenos Aires, lunes 21 de junio de 2021.

Memoria de San Luis Gonzaga.

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