La abolición del Summorum Pontificum.

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En las últimas semanas ha cogido fuerza el rumor de una inminente reforma del motu proprio que ‘liberalizó’ la Misa Tradicional, el Summorum Pontificum, decretado en 2007 por Benedicto XVI. Esta medida otorgaba un status de normalidad al rito extraordinario de la misa, el rito, por cierto, en el que se celebró la eucaristía durante siglos antes del giro litúrgico copernicano que impulsó Pablo VI en 1969.

El Papa alemán daba así un paso de gigante en la restitución de una liturgia que había quedado relegada, y que, siendo la forma en la que habían celebrado santos y sacerdotes a lo largo de toda la historia y a la que se habían dedicado tratados y libros laudatorios, razones teológicas y respaldos pontificios, había devenido en una suerte de extravagancia de lefebvristas y curas semi cismáticos. Esa tremenda injusticia debía ser subsanada.

Ese paso de Benedicto XVI fue un regalo para todos aquellos fieles que encontraban en este rito el camino más adecuado para entrar en el misterio eucarístico y que sólo encontraban trabas, obstáculos y miradas sospechosas por parte de los obispos si se atrevían a solicitar esa misa. ¿Cómo podía ser que lo que hace unos años era santo, bueno y bello se hubiera tornado en algo anticuado, supersticioso y casi dañino? ¿Por qué esa animadversión a la forma en que se había ofrecido el sacrificio eucarístico durante siglos?

Aunque, ciertamente, el motu proprio de Benedicto XVI no solucionó en la práctica todas las trabas y obstáculos ―y mucho menos los recelos de los prelados―, lo que si hizo es dotar de legitimidad y respaldo, desde la cúspide de la Iglesia, a aquellos fieles o sacerdotes que deseaban redescubrir este tesoro litúrgico.

“A pesar de las actitudes clericales intransigentes de oposición a la venerable liturgia latino-gregoriana, actitudes típicas de este clericalismo que el Papa Francisco ha denunciado repetidamente, una nueva generación de jóvenes emergió en el corazón de la Iglesia”, escribió el cardenal Sarah ayer en Twitter hablando de esta cuestión.

Esta generación, indicó, “es la de las familias jóvenes, que demuestran que esta liturgia tiene futuro porque tiene un pasado, una historia de santidad y belleza que no se puede borrar ni abolir de la noche a la mañana.

Estoy de acuerdo con el purpurado africano, sólo hace falta acercarte a alguna de estas iglesias en las que se celebra este rito y contar a los jóvenes que participan en esta liturgia. Alguno se sorprendería. Y no cabe, por tanto, decir que son nostálgicos de tiempos pasados ni gente que se resista al cambio. Son personas que han crecido con el nuevo rito de la misa, no conocían otra cosa. No podían anhelar la vuelta de algo que no habían conocido.

No creo ―o quiero no creer― que vayan a suprimir el paso dado por Benedicto XVI. No se entendería. ¿Qué razones hay para tomar una decisión destructiva de ese tipo? ¿Qué mal puede hacer que algunos fieles prefieran acudir a este tipo de misas? ¿La unidad de la Iglesia? ¿No hay muchos más ritos que conviven con total normalidad como el ambrosiano o el mozárabe? Salvo contadas excepciones, a veces percibo mayor recelo de los fieles ―y de los sacerdotes― de la misa ordinaria hacia los de la extraordinaria, que viceversa.

Además, hay un detalle que, aunque menor, no debemos desdeñar. Como dijo Sarah, Benedicto XVI pasará a la historia, entre otras cosas, por este motu proprio. ¿Creen que Francisco va a firmar una anulación de uno de los pilares del pontificado de Ratzinger? ¿Va el Papa a enmendarle la plana al Pontífice emérito cuando éste está aún vivo, y vive a escasos metros de Su Santidad? Benedicto, efectivamente, no tiene potestas, renunció a ella en 2013; pero no podemos pasar por alto que goza de una importante auctoritas, y la sombra de ésta llega hasta Santa Marta.

 

Por Fernando Beltrán.

Infovaticana.

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