¿A quién no le alarman los extremos de crueldad a los que puede llegar el hombre contemporáneo? Esta crueldad no se encuentra solo en el campo de batalla. Se manifiesta en cada ocasión, en los grandes y pequeños acontecimientos de la vida cotidiana, a través de la extraordinaria dureza y frialdad de corazón con la que la mayoría de la gente trata a sus semejantes.
* Madres cuyo amor por sus hijos se desvanece;
- Esposos que acarrean desgracias a toda la familia con el único objetivo de satisfacer sus propios instintos y pasiones;
- HIjos que, indiferentes a la pobreza o el abandono moral en que dejan a sus padres, dedican toda su atención a los placeres de la vida;
- Profesionales que se enriquecen a costa de otros, a menudo muestran una crueldad fría y calculada, que causa mucho más horror que los extremos de furia a los que la guerra puede llevar a los combatientes.
De hecho, aunque los actos de crueldad puedan evaluarse con mayor facilidad en la guerra, y quienes los cometen carezcan de justificación, existiría al menos la circunstancia atenuante de ser instigado por la violencia del combate. Pero lo que se trama y se comete en la tranquilidad de la vida cotidiana no puede, a menudo, beneficiarse de la misma circunstancia atenuante. Y esto es especialmente cierto cuando no se trata de acciones aisladas, sino de hábitos inveterados que continuamente multiplican las fechorías.
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¿A quién no le alarman los extremos de crueldad a los que puede llegar el hombre contemporáneo? Esta crueldad no se encuentra solo en el campo de batalla. Se manifiesta en cada ocasión, en los grandes y pequeños acontecimientos de la vida cotidiana, a través de la extraordinaria dureza y frialdad de corazón con la que la mayoría de la gente trata a sus semejantes.* Madres cuyo amor por sus hijos se desvanece;La guerra, tal como se libra hoy, es un indicador de crueldad, pero está lejos de ser la única manifestación de la dureza moral contemporánea.Quien dice crueldad, dice egoísmo. El hombre daña a su prójimo solo por egoísmo, para beneficiarse de ventajas a las que no tiene derecho. Por lo tanto, la única manera de erradicar la crueldad es desterrar el egoísmo.Sin embargo, la teología nos enseña que el hombre puede ser capaz de una verdadera y completa abnegación cuando su amor al prójimo se fundamenta en el amor a Dios. Fuera de Dios, no hay estabilidad ni plenitud para los afectos humanos. O bien el hombre ama a Dios hasta el punto de olvidarse de sí mismo, y en ese caso sabrá verdaderamente amar al prójimo; o bien el hombre se ama a sí mismo hasta el punto de olvidarse de Dios, y en ese caso, el egoísmo acabará dominándolo por completo.Así pues, solo cultivando el amor a Dios en los hombres se puede alcanzar una profunda comprensión de los deberes hacia los demás. Combatir el egoísmo es una tarea que implica necesariamente «dilatar los espacios del Amor de Dios», según la hermosa expresión de san Agustín.Ahora bien, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es, por excelencia, la fiesta del amor de Dios. En ella, la Iglesia propone como tema de meditación y objeto de oración el amor ternísimo e inmutable de Dios, quien, hecho hombre, murió por cada uno de nosotros. Al mostrarnos el Corazón de Jesús, que arde de amor a pesar de las espinas que lo rodean a causa de nuestros pecados, la Iglesia nos abre la perspectiva de un perdón misericordioso e ilimitado, de un amor infinito y perfecto, de una alegría completa e inmaculada, que debería constituir el encanto perenne de la vida espiritual de todo verdadero católico.Amamos al Sagrado Corazón de Jesús. Luchemos por que esta devoción triunfe auténticamente (y no solo en apariencias) en todos los hogares, en todos los ambientes y, sobre todo, en todos los corazones. Solo así podremos reformar al hombre contemporáneo.“Ad Jesum per Mariam”. Es a través de María que llegamos a Jesús. Al escribir sobre la fiesta del Sagrado Corazón, ¿cómo no añadir unas palabras de filial conmoción por este Inmaculado Corazón que, mejor que nadie, comprendió y amó al Divino Redentor? Que Nuestra Señora nos conceda al menos una chispa de esa inmensa devoción que sentía por el Sagrado Corazón de Jesús. Que encienda en nosotros un poco de ese fuego de amor con el que ardía tan intensamente: este es nuestro deseo en esta octava tan dulce y llena de consuelo.
La guerra, tal como se libra hoy, es un indicador de crueldad, pero está lejos de ser la única manifestación de la dureza moral contemporánea.
Quien dice crueldad, dice egoísmo. El hombre daña a su prójimo solo por egoísmo, para beneficiarse de ventajas a las que no tiene derecho. Por lo tanto, la única manera de erradicar la crueldad es desterrar el egoísmo.
Sin embargo, la teología nos enseña que el hombre puede ser capaz de una verdadera y completa abnegación cuando su amor al prójimo se fundamenta en el amor a Dios. Fuera de Dios, no hay estabilidad ni plenitud para los afectos humanos. O bien el hombre ama a Dios hasta el punto de olvidarse de sí mismo, y en ese caso sabrá verdaderamente amar al prójimo; o bien el hombre se ama a sí mismo hasta el punto de olvidarse de Dios, y en ese caso, el egoísmo acabará dominándolo por completo.
Así pues, solo cultivando el amor a Dios en los hombres se puede alcanzar una profunda comprensión de los deberes hacia los demás. Combatir el egoísmo es una tarea que implica necesariamente «dilatar los espacios del Amor de Dios», según la hermosa expresión de san Agustín.
Ahora bien, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es, por excelencia, la fiesta del amor de Dios. En ella, la Iglesia propone como tema de meditación y objeto de oración el amor ternísimo e inmutable de Dios, quien, hecho hombre, murió por cada uno de nosotros. Al mostrarnos el Corazón de Jesús, que arde de amor a pesar de las espinas que lo rodean a causa de nuestros pecados, la Iglesia nos abre la perspectiva de un perdón misericordioso e ilimitado, de un amor infinito y perfecto, de una alegría completa e inmaculada, que debería constituir el encanto perenne de la vida espiritual de todo verdadero católico.
Amamos al Sagrado Corazón de Jesús. Luchemos por que esta devoción triunfe auténticamente (y no solo en apariencias) en todos los hogares, en todos los ambientes y, sobre todo, en todos los corazones. Solo así podremos reformar al hombre contemporáneo.
“Ad Jesum per Mariam”. Es a través de María que llegamos a Jesús. Al escribir sobre la fiesta del Sagrado Corazón, ¿cómo no añadir unas palabras de filial conmoción por este Inmaculado Corazón que, mejor que nadie, comprendió y amó al Divino Redentor? Que Nuestra Señora nos conceda al menos una chispa de esa inmensa devoción que sentía por el Sagrado Corazón de Jesús. Que encienda en nosotros un poco de ese fuego de amor con el que ardía tan intensamente: este es nuestro deseo en esta octava tan dulce y llena de consuelo.

Por PLINIO CORREA DE OLIVEIRA.