Jesús ante los excluidos

Bienvenidos a esta reflexión desde la Palabra de Dios en el VI Domingo del Tiempo Ordinario

Mons. Cristobal Ascencio García
Mons. Cristobal Ascencio García

El domingo pasado escuchamos el Evangelio que remarcaba la sensibilidad de Jesús ante las personas enfermas y curaba sus dolencias. Hoy nos encontramos a Jesús curando a un leproso, además de la salud vemos algo muy importante que es la inclusión a la sociedad. Recordemos que la lepra en tiempos de Jesús era considerada ‘castigo divino’, de allí que la ley marcara que todo enfermo de lepra fuera excluido de la sociedad y en su deambular por la vida, fueran gritando ¡impuro! ¡impuro! Portaban un cencerro para hacerse oír y las personas evitaran acercarse o tener algún contacto con ellos. La lepra era la hija primogénita de la muerte. Todo leproso padecía, además de la enfermedad, el castigo de la exclusión. Evitaban todo contado con familiares y amigos; eran señalados por los que se consideraban sanos; se sentían señalados por Dios, ya que así lo enseñaba la ley.

Aquel leproso tuvo que saber sobre Jesús de oídas; alguien debió contarle de aquel profeta que hablaba de Dios de una manera distinta; tuvieron que contarle del poder sanador que transmitía. Se encontraron a las afueras de Cafarnaúm; aquel hombre sabe su situación y lo que marca la ley, pero en su desesperación se atreve a desafiar las normas establecidas por la ley para acercarse a Jesús. Sabe que está obrando mal, por eso se pone de rodillas en actitud humilde de súplica y buscando comprensión; no se atreve a hablar con Jesús de frente y desde el suelo, le lanza la súplica: “Si Tú quieres, puedes curarme”. Sabe que puede hacerlo, pero

¿acaso querrá curarlo? ¿querrá limpiarlo? ¿será capaz de desafiar las leyes establecidas? Ante las dudas y temores, debió sorprenderle la actitud de Jesús, quien no muestra miedo ni repugnancia; su compasión debió notarse en su rostro, sin dudarlo extiende la mano y lo toca. Toca aquella piel que se desprende a pedazos, aquella piel despreciada por los puros, no tiene miedo contagiarse, desea contagiar la salud, de allí que diga: “¡Sí quiero: Sana!”.

Jesús se revela ante esta situación y hace a un lado la ley, toca lo intocable. El leproso al acercarse a Jesús viola la ley, Jesús al tocarlo, también. Jesús no acepta una sociedad que excluye, no admite el rechazo social ante los indeseables. Jesús toca al leproso para liberarlo de miedos y prejuicios; lo limpia para expresar que Dios no excluye a nadie, para Dios todos somos sus hijos. Dios a nadie excluye, la enfermedad no es un castigo, sino que es parte de la condición humana.

Jesús debió verlo feliz al sentirse curado y se dio cuenta que, no basta curarlo de la enfermedad, es necesario incorporarlo a la sociedad, que se integre con los suyos y pueda participar de todas sus actividades. Por eso lo manda: “Ve a presentarte al sacerdote”; pareciera que le dice: Ve al sacerdote y dile que Dios es bueno, que predique al Dios de la vida y del amor. Y así, Jesús lo sana, lo restituye ante Dios y ante la comunidad. Aquellas palabras: “No se lo cuentes a nadie”, debieron entristecerlo, ¿cómo callar una alegría tan grande?; todos deben saber quién es Jesús y lo que Dios hizo con su enfermedad. A aquel hombre curado, le fue imposible callar; esas alegrías no las puede contener el corazón, ya que desbordan. Pudo más el gozo de compartir su situación, que el silencio que le impuso Jesús.

Hermanos, como sociedad hemos padecido una pandemia, allí vivimos la exclusión; recuerden como a los enfermos del covid-19 los recluimos en áreas de hospitales señaladas; los hicimos vivir cuarentenas de manera aislada. El sufrimiento causado por el virus, debió doler mucho, pero el mayor dolor debió ser, sentirse abandonados, aislados; el no poder despedirse de sus seres queridos, el no poder abrazarlos, el aislamiento de los demás. La razón que nos movió a la exclusión fue el no contagiarnos, el protegernos, como si fuéramos a ser eternos en la vida; siempre existirán razones para excluir a otros de nuestras vidas.

Hermanos, vivimos en una sociedad que excluye, que descarta, y fácilmente influenciados por ese ambiente, podemos hacer juicios y separar entre buenas personas y malas, y descartar y excluir. Ya sabemos, la enfermedad no excluye del amor de Dios; lo que sí puede impedirnos experimentar el amor de Dios, es el egoísmo, la soberbia, la corrupción, la indiferencia, y como consecuencia, nos llevaría a ser excluyentes.

Analicemos nuestra vida de cristianos y no olvidemos contemplar a Jesús, quien nos mostró que el Reino de Dios no es descarte, ni exclusión, no es conseguir la estabilidad de unos a costa de expulsar a otros. Nos mostró que por encima de la ley está la persona, y así al tocar al leproso para purificarlo, según las normas de pureza levíticas, quedaba impuro, y como consecuencia adicional, estaba lejos de Dios e incapacitado para relacionarse con el Señor. Las consecuencias no se hicieron esperar, una vez divulgada la noticia de que había tocado a un leproso, Jesús tenía que andar como si fuera leproso, a las afueras, en lugares solitarios; el que vino a sacar de la marginación se convierte en un marginado por la religión judía y por la sociedad. Jesús había perdido reputación religiosa, a causa de ser solidario e incluyente, sin embargo, había ganado en el horizonte del Reino, autoridad, de tal manera que ahora acudían a Él de todas partes. Y así cambiaron las cosas porque en la dinámica del Reino recién inaugurado por Jesús, la solidaridad ante el excluido, era uno de los mayores signos de que alguien estaba cerca de Dios.

Hermanos, la Eucaristía de cada domingo, el encuentro con Cristo Resucitado y con su Palabra, nos inyecta a los cristianos, no sólo la sensibilidad para dolernos y conmovernos ante el excluido, sino también nos inyecta la fuerza necesaria para insertarnos de nuevo como un impulso renovado y claro para actuar como Jesús.

Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!

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Obispo de la Diócesis de Apatzingan