La historia de la humanidad y de la creación entera tiene un centro, que es la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios. Todo lo que ha sucedido y lo que sucederá, antes o después de ese centro, mira hacia él, lo anuncia y lo refleja de algún modo.
Por eso, al celebrar la Semana Santa, no solo recordamos lo que sucedió hace dos milenios, sino que también descubrimos que esa historia de salvación se hace presente en nuestras vidas. Al contemplar el gran Misterio de la Pasión, logramos entender el pequeño misterio de nuestra vida y nuestros sufrimientos y oscuridades. Se ilumina la voluntad de Dios para nosotros, podemos ver cómo el mal terrible de nuestro pecado cae sobre Cristo, se nos ofrece la gracia divina que Él ganó para nosotros y escuchamos el anuncio de la victoria de nuestro Señor sobre nuestra propia muerte y nuestros propios pecados.
En ese sentido, cuando leemos estos días los acontecimientos del fin de la vida terrena de Cristo, desde la última cena, hasta la resurrección, los personajes que aparecen se desdoblan de algún modo. Excepto Cristo, que siempre es el mismo, los demás personajes son ellos mismos, pero también soy yo. Los apóstoles reciben el Cuerpo y la Sangre de Cristo, igual que hago yo en los oficios del Viernes Santo o en la vigilia de Pascua. El pueblo aclama al Rey de Israel a su entrada en Jerusalén y yo también lo hago, reconociéndole como Rey mío y Rey del universo. Los legionarios azotan al Hijo de Dios, indiferentes ante su divinidad, y yo, pobre de mí, hago lo mismo, echando sobre su espalda las consecuencias de mi soberbia, mi lujuria y mi ira sin pensarlo dos veces. Pedro niega a su Señor… y la amarga traición que contemplo es doble, porque es también la mía.
Al contemplar la pasión y resurreción de Cristo en la Semana Santa no estoy contemplando solo algo externo a mí, sino que es mi propia vida, mis pecados y mi salvación lo que me encuentro, de modo que puedo exclamar asombrado, como hacía la Samaritana señalando a Jesús: me ha dicho todo lo que he hecho.
Historia de dos traidores
Canta el gallo y su cantar
no anuncia que ya amanece,
sino que la noche crece
y el sol no quiere brillar.
Canta y Pedro se estremece,
porque, con solo un mirar,
Jesús le ha dado a probar
la hiel que un traidor merece.
Llora, Pedro, que ese llanto
ha de lavar tu pecado
y hacerte, de traidor, santo.
Deja que llore a tu lado
mi vergüenza con espanto:
yo también le he traicionado.
Por BRUNO MORENO RAMOS.
InfoCatólica.