Hacer penitencia es al alma lo que un gimnasio es para el cuerpo

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

No han faltado personas que, a lo largo de la vida, se han acercado para invitarnos a un cambio sincero. Porque nos conocen y nos quieren, con delicadeza y cariño se acercan para hacernos reflexionar sobre el rumbo que llevamos en la vida y las consecuencias que podemos enfrentar si no recapacitamos a tiempo.

Dios ha permitido que muchas personas de buen corazón, hermanos que incluso sufren cuando nos ven viviendo en el pecado, se acerquen para invitarnos a un cambio sincero. Lamentablemente no siempre hemos escuchado a esas personas, no siempre hemos valorado su preocupación sincera. Es más, muchas veces las hemos juzgado severamente porque no permitimos que nadie se meta en nuestra vida, porque somos tentados por la soberbia y solemos responder de manera agresiva. Solemos señalar sus errores para evidenciarlos y descalificar lo que nos están diciendo.

En esta ocasión no se trata únicamente de los familiares, de los amigos y de las personas que nos quieren bien, sino de la misma palabra de Dios que nos invita a la conversión y al arrepentimiento sincero en este tiempo de cuaresma.

La palabra de Dios nos invita a enderezar nuestra vida. Si nuestra tendencia ha sido ofender y descalificar a las personas que se acercaron de buen corazón, ojalá que ahora logremos recapacitar y valoremos el amor de Dios que viene a proponernos este camino de conversión. Que no caigamos en la respuesta de siempre: “yo sé lo que hago”; “yo sé lo que estoy viviendo y nadie se puede meter en mi vida”. Sería muy lamentable que cuando la palabra de Dios llega en estos términos, siguiéramos encasillados en el egoísmo y la soberbia.

Por eso, al inicio de este tiempo penitencial se nos ofreció un signo visible y revelador para responder a este llamado. La ceniza no tiene un sentido supersticioso; simplemente viene a confirmar al exterior lo que empezamos a vivir en el interior, es decir el dolor de los pecados, el reconocimiento sincero de nuestras faltas y la necesidad que sentimos de cambiar en la medida que recorremos este camino penitencial.

Los que hemos iniciado de esta forma la cuaresma nos reconocemos culpables y nos acogemos a la misericordia de Dios. Por eso, la cuaresma no es un tiempo triste, es dolorosa, pero no es triste, pues es el tiempo del amor de Dios por los pecadores. Se abre paso, así, como un tiempo de esperanza porque cada vez que alguien reconoce sus pecados y manifiesta su deseo de cambiar siempre será una buena noticia para todos: para la familia, para la sociedad y para la Iglesia.

Sin embargo, la cuaresma también es un tiempo de disciplina. No bastan los buenos sentimientos, sino asumir el combate espiritual, entrenarnos en la lucha contra el espíritu del mal. Haciendo referencia a la penitencia a la que nos invita el tiempo de cuaresma, señala Fray Nelson:

“Hacer penitencia es al alma lo que un gimnasio es para el cuerpo. ¿Has visto la cara que hace la gente mientras levanta pesas o estira durísimos resortes? No son rostros sonrientes y tranquilos, sino imágenes de un esfuerzo tenaz y a veces incluso de dolor. Pero ese dolor tiene un sentido, que es la reforma del cuerpo. Después de esas ‘torturas’ repetidas durante días o semanas, van desapareciendo las formas indeseables y el cuerpo adquiere el perfil que se quería. Algo así es la penitencia para el alma: a través del dominio de nosotros mismos nos volvemos escultores de nuestra vida y recuperamos posesión de nuestros sentidos y emociones. El ayuno, así como otras formas de penitencia, son un verdadero gimnasio en el que alcanzamos belleza no para este mundo sino para la eternidad”.

Por lo tanto, quisiera señalar por lo menos tres cosas para afianzar el deseo de cambio que hemos manifestado en este tiempo de cuaresma. En primer lugar, tenemos que ser muy conscientes de nuestros errores; tener presentes los pecados cometidos. En muchos casos no necesitamos que se nos diga concretamente lo que es incorrecto en nuestra vida porque tenemos conciencia y la conciencia recrimina, amonesta y se manifiesta de muchas maneras cuando actuamos de manera indebida.

En segundo lugar, se necesita que uno lamente los errores. Mientras uno no se lamente de esos errores será muy difícil cambiar. La palabra de Dios invita a que uno se toque el corazón para que veamos que el pecado duele y que nos sentimos avergonzados por haber fallado a Dios y por haber lastimado a los demás.

El pecado siempre deja en nuestra vida tristeza, dolor, vergüenza y desesperanza. Se necesita que uno tenga claridad sobre lo que ha hecho, sobre lo que no es bueno y sobre lo que hay que corregir.

No se puede uno quedar como si nada, cuando hemos provocado un dolor a los demás. Se tiene que lamentar el mal cometido y arrepentirse para ponernos en un camino penitencial. No se trata de hundirnos en la culpa a la hora de lamentar nuestros errores, sino de dar este paso sabiendo que la misericordia de Dios nos perdona y nos devuelve la alegría y la esperanza.

En tercer lugar, tenemos que reconocer que solos no podemos y necesitamos de la guía de la Iglesia, del auxilio de los sacramentos y de la luz de la palabra de Dios. Al avanzar en este proceso de conversión, vendrán las dificultades y se sentirá el cansancio, por lo que aparecerá la tentación de regresar a lo mismo. Por eso, necesitamos del acompañamiento de la Iglesia y de la oración de los hermanos.

No bastan la buena intención y los buenos sentimientos, sino que se necesita disciplina, ejercicio y compromiso para que se afiance este proceso de cambio y las cosas no se queden en buenos deseos. Se necesita perseverar y tener un tiempo de meditación, de oración, de disciplina, de mortificación, de verdadero ejercicio espiritual.

Aprovechemos este camino al que nos invita el Señor y aspiremos a cosas grandes; no nos podemos quedar en banalidades, sino ir a lo más profundo de nuestra vida. El pecado está enquistado en el corazón, estamos esclavizados de muchas maneras y la liberación va venir no solo de la buena voluntad, sino de la disciplina y del esfuerzo, conforme a la insistencia que nos hace este tiempo de cuaresma.

El papa Juan Pablo I, en una de sus obras, comenta que San Camilo se amonestaba a sí mismo y a los demás: “Haciendo el mal se experimenta placer, más el placer pasa en seguida y el mal permanece; ¡hacer el bien cuesta fatigas, pero la fatiga pasa en seguida y el bien permanece!”

No escatimemos esfuerzos para mejorar y superar las adversidades. Y que el Espíritu de Dios nos lleve al desierto para fortalecernos en esta lucha contra el espíritu del mal.

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