Si –por tener fija la mirada en Dios– sabes mantenerte sereno ante las preocupaciones, si aprendes a olvidar las pequeñeces, los rencores y las envidias, te ahorrarás la pérdida de muchas energías, que te hacen falta para trabajar con eficacia, en servicio de los hombres (Surco, 856).
El que sabe ser fuerte no se mueve por la prisa de cobrar el fruto de su virtud; es paciente.
La fortaleza nos conduce a saborear esa virtud humana y divina de la paciencia. Mediante la paciencia vuestra, poseeréis vuestras almas (Lc XXI, 19).
La posesión del alma es puesta en la paciencia que, en efecto, es raíz y custodia de todas las virtudes. Nosotros poseemos el alma con la paciencia porque, aprendiendo a dominarnos a nosotros mismos, comenzamos a poseer aquello que somos. Y es esta paciencia la que nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo.
Fuertes y pacientes: serenos. Pero no con la serenidad del que compra la propia tranquilidad a costa de desinteresarse de sus hermanos o de la gran tarea, que a todos corresponde, de difundir sin tasa el bien por el mundo entero.
Serenos porque siempre hay perdón, porque todo encuentra remedio, menos la muerte y, para los hijos de Dios, la muerte es vida.
Serenos, aunque sólo fuese para poder actuar con inteligencia: quien conserva la calma está en condiciones de pensar, de estudiar los pros y los contras, de examinar juiciosamente los resultados de las acciones previstas. Y después, sosegadamente, interviene con decisión. (Amigos de Dios, 79)
SAN JOSEMARÍA.