Francisco: El Señor comprende nuestra humanidad, ¡invoquémoslo!

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Hay momentos difíciles, en los que parece que la vida desmiente a la fe, en los que estamos en crisis y necesitamos tocar y ver. ¡Señor mío y Dios mío! Las palabras del incrédulo Tomás, sobre todo cuando experimentamos dudas y oscuridad, son una linda invocación para repetir durante el día. Cuando lo hacemos, encontramos a Jesús, que desde los ojos de quienes son probados por la vida, nos mira con misericordia y nos repite: ¡La paz esté con ustedes!

Es el domingo de la Misericordia, y hoy “el Señor resucitado se aparece a los discípulos”. A ellos, que lo habían abandonado, “les ofrece su misericordia, mostrándoles sus llagas”. Comienza así la homilía del Papa en el domingo 24 de abril. Los cantos en la Basílica de San Pedro resuenan por la Pascua del Señor, y Francisco habla del saludo del Jesús Resucitado a los discípulos; un saludo que se menciona tres veces en el Evangelio de hoy: “¡La paz esté con ustedes!”

 

En los ojos de Jesús no hay severidad, sino misericordia

 

La homilía del Papa recorre los sentimientos de los discípulos en la tarde de Pascua: encerrados en la casa por el miedo, también estaban encerrados en sí mismos, abatidos por un sentimiento de fracaso. Eran discípulos que habían abandonado al Maestro, que habían huido en el momento de su arresto. “Pedro incluso lo había negado tres veces y uno del grupo —¡uno de ellos! — había sido el traidor”. El miedo había prevalecido y habían cometido «el gran pecado»: dejar solo a Jesús en el momento más trágico. Antes de la Pascua pensaban que estaban hechos para grandes cosas, discutían sobre quién fuese el más grande entre ellos, y esas cosas. Ahora se encuentran, «tocando el fondo». En este clima, recuerda Francisco, “llega el primer ¡la paz esté con ustedes! del Resucitado”. Los discípulos deberían haber sentido vergüenza, y en cambio se llenan de alegría. “¿Por qué?”, pregunta el Papa. “Porque ese rostro, ese saludo, esas palabras desvían su atención de sí mismos a Jesús”. Los discípulos “se sienten atraídos por sus ojos, donde no hay severidad, sino misericordia”.

Cristo no les recrimina el pasado, sino que les renueva su benevolencia. Y esto los reanima, les infunde en sus corazones la paz perdida, los hace hombres nuevos, purificados por un perdón que se les da sin cálculos, un perdón que se dona sin méritos.  

“Después de una caída, un pecado o un fracaso”, también nosotros «nos hemos sentidos como los discípulos aquella tarde», constata el Santo Padre. Pero “precisamente allí – asegura– el Señor hace ‘lo que sea’ para darnos su paz”: ya sea por medio de una Confesión, de las palabras de una persona que se muestra cercana, de una consolación interior del Espíritu Santo, de un acontecimiento inesperado y sorprendente, Dios se asegura de hacernos sentir el abrazo de su misericordia, una alegría que nace de recibir “el perdón y la paz”. Es importante, “hacer memoria” del perdón y la paz que recibimos de Dios, porque “nada puede seguir siendo como antes para quien experimenta la alegría de Dios”.

 

Testigos de estas palabras: ¡La paz esté con ustedes!

 

En el segundo saludo, recuerda Francisco, el Señor agrega: “Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes». Les da a los discípulos el Espíritu Santo, para hacerlos ministros de reconciliación. «A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados». Ellos “no sólo reciben misericordia”, subraya el Santo Padre, “sino que se convierten en dispensadores de esa misma misericordia que han recibido”. Reciben este poder, «no en base a sus méritos, a sus estudios, no, no: es un puro don de la gracia, que se apoya en su propia experiencia de hombres perdonados».  Y se dirige a los Misioneros de la Misericordia:

Si uno de ustedes no se siente perdonado, que se detenga y no sea misionero de la misericordia hasta que se sienta perdonado. De esa misericordia recibida serán capaces de dar tanta misericordia, de dar tanto perdón.

Por eso “hoy y siempre”, afirma el Obispo de Roma, “el perdón en la Iglesia nos debe llegar así: por medio de la humilde bondad de un confesor misericordioso, que sabe que no es el poseedor de un poder, sino un canal de la misericordia, que derrama sobre los demás el perdón del que él mismo ha sido el primer beneficiado”. «No torturen a los fieles que vienen con los pecados» pide a los confesores, porque Dios «lo perdona todo».

Porque «hemos recibido en el Bautismo el Espíritu Santo para ser hombres y mujeres de reconciliación”, debemos también «compartir el pan de la misericordia con los que están a nuestro lado”. Así, el Papa insta a preguntarnos:

Yo, aquí donde vivo, en la familia, en el trabajo, en mi comunidad, ¿promuevo la comunión, soy artífice de reconciliación? ¿Me comprometo a calmar los conflictos, a llevar perdón donde hay odio, paz donde hay rencor? ¿O caigo en el mundo de las habladurías, que siempre matan, siempre? Jesús busca que seamos ante el mundo testigos de estas palabras suyas: ¡La paz esté con ustedes!  He recibido la paz: la doy al otro.

 

El Señor comprende nuestra humanidad, ¡invoquémoslo!

 

La tercera vez que el Señor repite “la paz esté con ustedes”, lo hace para confirmar la fe tambaleante de Tomas que quiere “ver y tocar”. El Señor, recuerda el Santo Padre “no se escandaliza de su incredulidad, sino que va a su encuentro: ‘Trae aquí tu dedo y mira mis manos’”.

No son palabras desafiantes, sino de misericordia. Jesús comprende la dificultad de Tomás, no lo trata con dureza y el apóstol se conmueve interiormente ante tanta bondad. Y es así que de incrédulo se vuelve creyente, y hace esta confesión de fe tan sencilla y hermosa: «¡Señor mío y Dios mío!»

Porque en Tomás “está la historia de todo creyente, de cada uno de nosotros”, la invocación que hace ante el Señor podemos hacerla nuestra, y repetirla durante el día, sobre todo cuando experimentamos dudas y oscuridad.

Jesús, en estas situaciones, no viene hacia nosotros de modo triunfante y con pruebas abrumadoras, no hace milagros rimbombantes, sino que ofrece cálidos signos de misericordia.

 

Pensemos en nuestros hermanos que sufren

 

Y porque “la misericordia de Dios, en nuestras crisis y en nuestros cansancios, a menudo nos pone en contacto con los sufrimientos del prójimo”, descubrimos también las llagas de nuestros hermanos y hermanas:

Pensábamos que éramos nosotros los que estábamos en la cúspide del sufrimiento, en el culmen de una situación difícil, y descubrimos que aquí, permaneciendo en silencio, hay alguien que está pasando momentos, períodos peores. 

Preguntémonos entonces – pide el Papa Francisco – si en este último tiempo hemos tocado las llagas de alguien que sufra en el cuerpo o en el espíritu; si hemos llevado paz a un cuerpo herido o a un espíritu quebrantado; si hemos dedicado un poco de tiempo a escuchar, acompañar y consolar. Porque, “cuando lo hacemos, encontramos a Jesús, que desde los ojos de quienes son probados por la vida, nos mira con misericordia y nos dice:

¡La paz esté con ustedes!”.

Me gusta pensar en la presencia de la Virgen entre los apóstoles, allí, y cómo después de Pentecostés pensamos en ella como Madre de la Iglesia – concluye el Santo Padre. Me gusta pensar en ella el lunes, después del Domingo de la Misericordia, como Madre de la Misericordia: que Ella – es la esperanza del Papa Francisco – nos ayude a avanzar en nuestro ministerio tan bello.

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