Hoy la Iglesia universal celebra en su Liturgia la Exaltación de la Santa Cruz. Vivamos con alegría inmensa y con gratitud indecible hacia Dios esta maravillosa fiesta del Año litúrgico. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó su Hijo unigénito [primero en Belén, por la encarnación, y finalmente en la Cruz, en el misterio de la redención), para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). La Cruz es la máxima declaración de amor que Dios nos hace a los hombres. Es la epifanía suprema de Dios mismo, que es amor.
La Tradición católica de los Padres, del Magisterio y de los grandes maestros espirituales «dice» una y otra vez que Dios quiso en su providencia el sacrificio redentor de Cristo en la Cruz. Lo afirmamos hoy en todas las iglesias del mundo al celebrar la Misa, rezando en la oración colecta:
–«Señor Dios nuestro, que has querido realizar la salvación de todos los hombres por medio de tu Hijo, muerto en la cruz; concédenos, te rogamos, a quienes hemos conociddo en la tierra este misterio, alcanzar en el cielo los premios de la vida eterna».
Ésta es la fe de la Iglesia, la que expresa la Revelación divina que nos ha llegado por el ministerio de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de sus sucesores y de toda la tradición unánime de la Iglesia en Oriente y Occidente.
–El Catecismo Romano (1566) enseña que «no fue casualidad que Cristo muriese en la Cruz, sino disposición de Dios. El haber Cristo muerto en el madero de la Cruz, y no de otro modo, se ha de atribuir al consejo y ordenación de Dios, “para que en el árbol de la cruz, donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida” (Pref. Cruz)… Como advierte el Apóstol, hemos de admirar la suma providencia de Dios: “ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación… y predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1Cor 1,21-23)… Y por esto también, viendo el Señor que el misterio de la Cruz era la cosa más extraña, según el modo de entender humano, después del pecado [primero] nunca cesó de manifestar la muerte de su Hijo, así por figuras como por los oráculos de los Profetas» (I p., V,79-81).
–El actual Catecismo de la Iglesia Católica (1992) enseña lo mismo: «La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica San Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: “fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios” (Hch 2,23)» (599).
Estos Catecismos no hacen sino repetir la primera catequesis de Jesús a los discípulos de Emaús: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras» (Lc 24,25-27).
Cristo quiso morir por nosotros en la Cruz. Como dice Juan Pablo II en la Salvifici doloris (1984), «Cristo va hacia su pasión y muerte con toda la conciencia de la misión que ha de realizar de este modo… Por eso reprende severamente a Pedro, cuando éste quiere hacerle abandonar los pensamientos [divinos] sobre el sufrimiento y sobre la muerte de cruz (Mt 16,23)… Cristo se encamina hacia su propio sufrimiento, consciente de su fuerza salvífica. Va obediente al Padre, pero ante todo está unido al Padre en el amor con el cual Él ha amado al mundo y al hombre en el mundo» (16). «El Siervo doliente se carga con aquellos sufrimientos de un modo completamente voluntario (cf. Is 53,7-9)» (18). Éste es «el Cordero de Dios» (Jn 1,36): así lo presenta al pueblo el Bautista; éste es el Cordero inmaculado, el que de verdad tiene poder para quitar el pecado del mundo al precio de su sangre.
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Muy necesario es hoy «exaltar la Cruz de Cristo», porque son muchos hoy los que la falsifican y menosprecian. Y los que más daño hacen al pueblo de Dios son los falsos Maestros de una falsa teología.
El lenguaje de la fe católica debe ser siempre fiel al lenguaje de la sagrada Escritura. Quiso Dios que Cristo nos redimiera mediante la muerte en la Cruz. Quiso Cristo entregar su cuerpo y su sangre en la Cruz, como Cordero sacrificado, para quitar el pecado del mundo. Ésta es una verdad formalmente revelada en muchos textos de la Escritura. Aunque algún máximo teólogo, según el mundo, diga que su sacrificio final expiatorio no era «inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo», no le crean: miente. «Dice» lo contrario a lo que «dice» la Escritura. Ningún teólogo, aunque haya recibido como tal las máximas distinciones dentro incluso de la Iglesia, puede negar lo que afirma la Escritura sagrada. Si los apóstoles afirman una y otra vez que «Dios envió a su Hijo, como víctima expiatoria de nuestros pecados» (1Jn 4,10), ningún teólogo, por altos y numerosos que sean sus títulos académicos, debe atreverse a «contra-decir» lo que «dicen» los Apóstoles. No puede afirmar que «Dios no envía su Hijo a la muerte, no la quiere, y menos la exige».
Un teólogo podrá y deberá explicar el sentido de las Escrituras, purificándolo de entendimientos erróneos, pero jamás deberá negar lo que la Biblia afirma, y nunca habrá de tratar las palabras bíblicas con reticencias y críticas negativas, como si fueran expresiones equívocas. Allí, por ejemplo, donde la Escritura dice que Cristo es sacerdote, teólogos o escrituristas no pueden decir que Cristo fue un laico y no un sacerdote, sino que han de explicar bien que nuestro Señor Jesucristo fue sacerdote de la Nueva Alianza sellada en su sangre.
El teólogo pervierte su propia misión si contra-dice lo que la Palabra divina dice.
Una tarea principal del teólogo es interpretar bien lo que «quiere decir» la Revelación y la fe cristiana cuando «dice» una cierta verdad. Pero la interpretación teológica es inadmisible cuando «contra-dice» expresamente lo que dice la Escritura. No puede preferir sus modos personales de expresar el misterio de la fe a los modos elegidos por el mismo Dios en la Escritura, en la Tradición eclesial, en el Magisterio y la Liturgia, hasta el día de hoy.
Es evidente que Dios, para expresar realidades sobre-naturales, emplea el lenguaje natural-humano, y que necesariamente usará de antropo-morfismos. Pero en la misma necesidad ineludible se verá el teólogo. También su lenguaje se verá afectado de antropo-morfismos, pues emplea una lengua humana. La diferencia, bien decisiva, está en que el lenguaje de la Revelación, asistido siempre por el Espíritu Santo en la Escritura, en la Tradición y en el Magisterio apostólico, jamás induce a error, sino que lleva a la verdad completa. Mientras que un lenguaje contra-dictorio al de la Revelación, arbitrariamente producido por los teólogos, lleva necesariamente a graves errores.
Cuando teólogos y maestros de espiritualidad desprecian las palabras y los conceptos que la Iglesia ha elaborado en su tradición, bajo la acción del Espíritu de la verdad (Jn 16,13), y crean, por el contrario, alergias en el pueblo cristiano hacia esos modos de pensamiento y expresión, proponiéndoles los suyos, como mejores, están destruyendo la fe de los fieles. No son servidores fieles de la Palabra divina, pan vivo bajado del cielo para alimento de los hijos de Dios.
Pío XII, en la encíclica Humani generis (1950), denuncia a quienes pretenden «liberar el dogma mismo de la manera de hablar ya tradicional en la Iglesia» (9). Estas tendencias «no solo conducen al relativismo dogmático, sino que ya de hecho lo contienen, pues el desprecio de la doctrina tradicional y de su terminología favorecen demasiado a ese relativismo y lo fomentan» (10). Por todo ello es «de suma imprudencia abandonar o rechazar o privar de su valor tantas y tan importantes nociones y expresiones» que, bajo la guía del Espíritu Santo, se han formulado «para expresar las verdades de la fe cada vez con mayor exactitud, sustituyéndolas con nociones hipotéticas o expresiones fluctuantes y vagas de la nueva filosofía» (11).
Hemos tenido que oír y leer en los últimos tiempos verdaderas blasfemias contra la Cruz de Cristo. Nos ha sido dicho que la muerte de Cristo no fue «un designio de Dios», y menos aún que haya de ser entendida «como inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo». Nos han dicho que, simplemente, fue un acontecimiento histórico causado por «las situaciones, instituciones y personas en medio de las que él vivió». (¡Qué mala suerte tuvo!)… Nos han dicho que Dios no quiere la muerte de su Hijo, «no la quiere, ni menos la exige». Nos han afirmado que más bien ha de entenderse la muerte de Cristo como «un accidente profesional», bastante previsible en los que son profetas de Dios. Nos han asegurado que «el peligro dolorista de la devoción al Crucifijo» [sic], tan desarrollado en los últimos siglos, es «una concepción desviada y morbosa», que halla su máxima expresión en «la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, traspasado y coronado de espinas». En fin, no ha faltado quien nos ha llegado a asegurrnos por escrito que La cruz no nos salva. «Hace ya dos mil años que dura el grave malentendido, y son demasiados los que lo sostienen, pero hoy es insostenible… Nadie explicó nunca por qué Dios exige expiación, ni quién gana con que el culpable expíe. Eso hicimos de Dios, ¡pobre Dios!… ¡Maldita cruz!».
Celebramos hoy, pues, la Exaltación de la Santa Cruz, y buena falta nos hace entre tantos «enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18). La Cruz de Cristo, con la Encarnación, es la obra más excelsa de la Providencia divina: la epifanía total del amor, de la justicia y de la misericordia de Dios. A exaltarla dediquemos hoy el día, y toda nuestra vida, unidos a la Iglesia católica de Oriente y Occidente, de ayer, de hoy y de mañana.
José María Iraburu, sacerdote.
InfoCatólica.