«Estos son mi madre y mis hermanos», homilía del arzobispo de Yucatán, Gustavo Rodríguez Vega

Guillermo Gazanini Espinoza
Guillermo Gazanini Espinoza

HOMILÍA
X DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo B
Gn 3, 9-15; 2 Cor 4, 13-5, 1; Mc 3, 20-35.

“Éstos son mi madre y mis hermanos” (Mc 3, 34).

In lak’eex ka t’ane’ex ich maaya, kin tsikikeke’ex yéetel kíimak olal. Cada jun tul ti to’one’, yan u najaltik le ba’ax u betmajo’, matu paajtal a pulik a k’eban ti yaanal. Mix ti le k’asilba’alo’. Ba’ale yéetel u múuk’ yuum Jesucristo, u yaantaj kole vi María, yaan u beytal ts’anchatik u pool le k’ak’as kano’.

Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este décimo domingo del Tiempo Ordinario.

Antes de Cristo y antes de la revelación del Antiguo Testamento, los hombres creían que, así como había un Dios del bien, había otro dios del mal. En algunos pueblos se creía en la existencia de dioses buenos, malos o cambiantes entre el bien y el mal como los seres humanos, pero a Israel se le revela que sólo Dios es Dios, y que satanás es tan sólo una creatura desobediente que promueve la rebeldía. La presencia de Dios destruye el mal. Cada uno es responsable de asemejarse a Dios y no al maligno. Dios es la bondad infinita.

La primera lectura nos narra la situación de nuestros primeros padres, luego que comieron del fruto del árbol prohibido. El hombre y la mujer se esconden de Dios, porque se han dado cuenta de su desnudez y esto les avergüenza. La desnudez aquí es símbolo de la gracia de Dios que se ha perdido, pues antes de pecar, se hallaban vestidos de la gracia del Señor. Esta desnudez por el pecado hace al ser humano sentirse indigno de Dios, avergonzado de presentarse ante Él por haber perdido la inocencia, al perder la amistad de Dios.

Cuando pecamos nos desvestimos de la gracia de Dios, pero si nos acercamos al Señor, apenados por nuestra culpa, Él nos revestirá de su gracia. Qué triste es que algunas personas al pecar, lejos de acercarse a Dios, buscan otros cultos paganos, como la Santería o el culto a la llamada “Santa Muerte”, que les permiten seguir viviendo en pecado.

Cuando Dios pregunta al hombre por qué comió del árbol prohibido, él atribuyó el hecho a la mujer, quien le ofreció comer; y luego la mujer explica su pecado diciendo que la serpiente la engañó. Ninguno de los dos acepta su responsabilidad. Dios condena más bien a la serpiente astuta, y anuncia la enemistad que pondrá entre ésta y la Mujer, entre su descendencia y la descendencia de la Mujer. El primer paso para vencer el mal es aceptar nuestra culpabilidad.

Este pasaje es conocido desde la antigüedad como el “Proto evangelio” (primer evangelio); pues de acuerdo a los Santos Padres de la Iglesia, esa mujer anunciada, vencedora de la serpiente, es María Inmaculada; y su descendencia es Cristo junto con todos los que son de Cristo. La Mujer, junto con su Descendencia, aplastan la cabeza de la serpiente, que representa a Satanás por la astucia de este animal; por eso vemos imágenes de la Virgen María aplastando a la serpiente con su planta. María, nueva Eva, junto a su Hijo, el nuevo Adán, son el principio de una nueva humanidad restaurada.

En el santo evangelio según San Marcos, Jesús se presenta como vencedor del demonio, al expulsarlo de los hombres poseídos por él. Los escribas que vienen de Jerusalén no aceptan la buena obra de Jesús, sino que afirman que estaba poseído por Satanás, y que por esto tenía poder para expulsar a los demonios. Este argumento no tiene ninguna lógica, pues todo reino dividido no puede subsistir; ni tampoco una familia dividida puede perdurar. Esto significaría que Satanás se hiciera la guerra contra sí mismo.

El pecado de los escribas es un pecado que no tiene perdón, pues es una falta contra el Espíritu Santo, un pecado que consiste en no reconocer la obra de Dios, considerando como algo del demonio, lo que en realidad viene del Señor. No nos cerremos a la buena obra de Dios, realizada en cualquier persona. Sin embargo, ese pecado también tiene perdón si se reconoce como tal y nos proponemos un verdadero cambio de vida y de perspectiva, buscando el camino de la salvación, no perseverando en ese pecado cerrándose a la gracia.

El perdón siempre es posible, si con humildad y convicción nos acercamos al Señor, con palabras parecidas a las del Salmo 129 del día de hoy, con el que decimos: “Desde el abismo de mis pecados clamo a ti, Señor. Perdónanos, Señor y viviremos”.

Jesús con sus discípulos había entrado en una casa, siendo tantos los que le buscaban, que no les dejaban tiempo ni para comer. Los parientes de Jesús lo buscan pues creen que se ha vuelto loco. Esta actitud de los parientes de Jesús nos hace pensar en que él, antes de su ministerio público, en su vida privada era totalmente normal, al grado de que ellos no lo aceptan como un hombre extraordinario. Estemos atentos a los que nos rodean, familiares, amigos o vecinos porque pueden darnos sorpresas para bien o para mal; pero no nos cerremos en los juicios condenatorios con tanta facilidad, no nos vaya a pasar lo que a los parientes de Jesús, pues todos tenemos la posibilidad de cambiar. Aún los cónyuges se pueden proporcionar grandes sorpresas de cambio.

Cuando le avisan a Jesús que su madre y sus hermanos están afuera y lo andan buscando, ya sabemos que esos hermanos son los parientes de Jesús. Él aprovecha entonces para decir que su madre y sus hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios, lo cual no significa negar su relación con ellos, mucho menos con María, su madre; sino que significa que él está abierto a una relación de familia con todos los que se someten al Padre, al igual que él. Recordemos que María estaba totalmente sometida a la voluntad de Dios, y esta obediencia se reflejaba en la respuesta que dio al ángel Gabriel: “Yo soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Tú y yo pertenecemos a la gran familia de los hijos de Dios en la medida que cumplamos su voluntad.

La segunda lectura de hoy, está tomada de la Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, y el pasaje nos presenta una perspectiva de trascendencia, puesto que creemos en la resurrección de Cristo y esperamos nuestra propia resurrección. Esto nos hace relativizar las experiencias que vamos viviendo, por más negativas que puedan ser, pues, como dice san Pablo: “Nuestros sufrimientos momentáneos y ligeros nos producen una riqueza eterna, una gloria que los sobrepasa con exceso” (2 Cor 4, 17).

El verdadero éxito no es el que se consigue en este mundo, sino el que nos hace alcanzar a Dios; por eso, como dice el dicho, “hay que echar un ojo al gato y otro al garabato”, es decir, que mientras aparentemente miramos a los objetivos que aquí nos proponemos, tengamos la mirada en los bienes superiores, como dice el Apóstol: “Nosotros no ponemos la mira en lo que se ve, sino en lo que no se ve, porque lo que se ve es transitorio y lo que no se ve es eterno” (2 Cor 4, 18).

Sigamos orando por México, para que haya mucha claridad en el proceso electoral que hemos vivido; y que pronto lleguemos todos a estar de acuerdo, conformes con los resultados, después de las pruebas que tengan que hacerse.

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán

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